Hoy
he subido hasta “O
Alto da Cova da Serpe”.
El día es espléndido, especialmente luminoso. Dicen que
desde esta altura, en días así, puede verse el Faro de
Hércules. He querido comprobarlo y sí se ve. Mirando
hacia poniente, las lomas descienden y se acercan a la mar y desde
las cumbres se ven los valles entre montañas, el verde moteado
de más y más verde y el rojo de los tejados de las
casas, diseminadas como puntitos entre la espesura. Veo la torre y el
contorno difuminado de la mar, la bruma lo confunde en el horizonte
con
el límpido cielo.
Si
miro al sur, ya no aparece la mar ante mí, sino una
interminable escalera de montañas; algunas pobladas de
ubérrima vegetación y otras asoladas, negras; siento en
ellas los efectos del último y reciente incendio. Prefiero no
mirar al sur, quizá por mi propensión a la melancolía.
Me
vuelvo entonces hacia el oriente y debo proteger mis ojos, usando mi
mano a modo de visera, de los rayos solares. Son las primeras horas
de la mañana y el sol luce radiante y sé que si camino
hacia él me adentraré en una zona boscosa, donde los
robles, hayas, castaños, avellanos, abetos, pinos y eucaliptos
crecen aún agrestes en parajes
apenas
hollados por el hombre. Si siguiese esos bosques, me conducirían
hasta las estribaciones de las montañas, viejas montañas
erosionadas, majestuosas aún -algunas de nieves casi
perpetuas-, en la frontera con una tierra áspera y cobriza,
precursora de inquietudes y aventuras.
Y
por fin, miro hacia el norte; el monte desciende y sobre sus laderas
se agazapan, casi se pueden tocar, las casas de piedra con sus
tejados de pizarra y el humo del hogar encendido que se eleva desde
las chimeneas hasta desaparecer sin dejar rastro en la inmensidad del
azulado cielo. Veo los corrales, los pajares, las cuadras; los
antiguos hornos de pan y los campos cultivados, inmensos prados donde
los animales pastan, donde los labradores se desvelan en la
recolección de las cosechas; los árboles frutales… Y
allá, al fondo, en el valle que ampara la montaña, está
la aldea; triste y solitaria, apenas trescientos habitantes,
mortecina y apagada entre tanta luz natural. Vacía ya de
jóvenes; sólo los más viejos se afanan en dejar
sus vidas pegadas a la madera de castaño de las puertas de sus
pétreas casas. La carretera ha quedado en desuso, los
vehículos que circulan por la rápida y desangelada
autopista no disponen de tiempo para detenerse. Una aldea entre
bosquecillos, al pie de la montaña de la leyenda, de la que ya
casi nadie recuerda el nombre y en la que nadie parece enorgullecerse
de haber nacido.