miércoles, 20 de junio de 2012

La Mar

La mar, hermosa e hipnótica mar... Inclemente mar.
Navegaba el ya vetusto petrolero por el piélago, con las bodegas a rebosar de su negra carga; y a la mar no le agradó. Desató sus furias y dejó que cabalgasen en caballos de espuma sobre las olas; llamó al céfiro que acudió gustoso a jugar con las náyades y sirenas, ajenos al triste deambular de los mortales y se ensombreció aún más la noche; las estrellas relucieron brevemente en el infinito firmamento, palidecieron y se ocultaron a la vista tras un espeso manto de nubes. Y la luna, la luna se dormía, oculta su cara al sol y mecida y arropada por la bruma.
El carguero se agitaba entre las olas, los motores fallaron y, sin rumbo, quedó a la deriva. La mar se embravecía por momentos y soltaba sus azotes contra el casco, en un festín de algas y espuma. Y rugían inclementes los Tritones, mientras Eolo soplaba sobre ellos, incrementando de este modo su furia. El magnífico Zeus, desde su trono en el Olimpo, jugaba también, arrojando sus rayos luminosos, que zigzagueantes caían en la mar iluminando los cielos. Y la mezcla fulgurante del estruendo y la luz, el pavoroso sonido y la intermitente claridad, ensombrecieron el corazón de los marinos, que, siguiendo un atávico ritual, entonaron sus salmos y cánticos, implorando ayuda a sus dioses, para que los liberasen del fatídico destino que parecía aguardarles.
Y aunque los hombres fueron socorridos, el navío zozobró. La mar, inmisericorde, se lo tragó. En su constante y funesto azote consiguió escorarlo, abrió en él una vía de agua y lo anegó en parte. El buque, a la deriva, se partió en dos, siendo engullido entre las olas. Pero, herido de muerte, soltó su carga; toneladas de negro y viscoso petróleo que ensombreció el océano. Y éste se sintió agredido y desató aún más su ira. Así, ayudado por los vientos, aceleró sus corrientes y dirigió la mortal y sombría amenaza hacia las costas -si el buque de la tierra venía, que la tierra pague su osadía-, tiñendo de negro cientos de kilómetros de litoral, tintando las rocas y alfombrando las playas del viscoso, oscuro y fétido elemento, que la descomposición, durante siglos, de la propia tierra, había producido. Por lo que toda vida que aferrada a las rocas discurría, desapareció para siempre y aquélla dotada de movimiento, se mudó mar adentro en busca de otras costas mejor oxigenadas.
Los hombres sintieron ese azote. Los hombres, que de la mar vivían, sabedores también de su veleidad, pero no le guardaban rencor, pues la amaban. La amaban más que a sí mismos. La amaban como se ama lo magnífico e inalcanzable. La amaban y morirían por ella. Los hombres se adentraron en las aguas, dotados de guantes y ropas protectoras, y con todos los medios a su alcance, dispusieron lo necesario, entregando su esfuerzo y sus vidas, para limpiar esa costa herida y salvar las playas atezadas. Y lucharon denodadamente, en una batalla perdida contra la mar bravía. Hasta que ésta, cansada ya de juegos con los dioses, agotada de tantas agitaciones, pidió sosiego a los vientos y la calma reinó en su superficie. Las nubes se retiraron y el sol iluminó nuevamente la costa.
Durante varios meses, los marineros limpiaron la superficie de la mar, rasparon las rocas para eliminar el veneno, tamizaron las arenas de las playas. Entonces, paulatinamente, las rocas fueron adquiriendo nuevamente la vida que les había sido arrebatada; los peces volvieron a buscar su alimento en los arrecifes y las playas fueron eliminando los últimos restos de negrura y viscosidad.
Y casi un año después, las mismas gentes que tan heroicamente habían luchado contra la tragedia, navegaban en sus pesqueros en pos del sustento diario, orgullosos de su esfuerzo y de que éste no había sido baldío. Pero la mar, ajena a la piedad, desató nuevamente su furia y esta vez, en esta ocasión, no fue el navío cargado con betún el que sufrió su inclemencia; esta vez fue el pequeño pesquero, que, con diez tripulantes a bordo, volvía orgulloso a su puerto, para descansar en el peirao de una larga jornada de pesca, con sus redes repletas del pescado que les sustentaba.
Y la mar batió contra la nave, arrojando a sus tripulantes a las aguas, llevándosela hasta las profundidades con toda su carga dentro y también el último aliento de sus moradores. Nuevamente la mar se salió con la suya. Nuevamente la mar se llevó vidas humanas. Nuevamente la mar nos mostró su inmisericordia. Y nuevamente la mar seguía siendo amada por aquellos que a despedir a los suyos acudían.
Y a los que un día la mar limpiaron, ella se los llevó cual mantis devorando al macho que la insemina.
¡Cuán injusta la mar, que permite se salven los que la agreden y se lleva, en cambio, a los que dejaron su esfuerzo en socorrerla!
Pero los hombres seguirían amándola y seguirían buscando en ella el sustento de sus vidas, aún a riesgo de perderlas.
Sirva este relato como homenaje a aquellos que la mar, mi adorada mar, nos ha arrebatado.

viernes, 8 de junio de 2012

Notas


Éramos veintidós los que salimos aquel día. Tomamos las primeras copas en Casa Ciríaco y nos las jugamos a los chinos -perdio El Pringao, para variar-; las últimas, ya al día siguiente, en La Cabaña de Alivio -también para variar-. Allí me hice hombre -en el sentido de hacerse hombre para los hombres que llaman hacerse hombre a mantener relaciones sexuales con una mujer por primera vez-, pagando, por supuesto; aunque no fuí yo quién pagó, lo hizo El Pringao -de nuevo para variar-. Dos días después amanecí solo, porque sólo amanezco solo cuando me dejan solo. Margarita La Gorda estaba en la habitación contigua con Manolo Pisuerga y Juan Abastos; y Pepita La Amante en la de enfrente, con Antoñito Bálano y Jacintín Ruiz; el resto del grupo seguía de botellón en la Plaza de los Plebeyos. Carmencita La Cándida se bañó desnuda en la Fuente de los Querubines. Aparecieron dos agentes del orden con la intención de detenerla por escándalo público; pero, ante la exuberencia de Carmencita y el bochorno de la noche estival, decidieron acompañarla en tan higiénica actitud; por lo que acabaron los tres no sólo lavándose en la fuente... y ya no recuerdo más.
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Llegamos tarde y, a pesar de mis dudas, nos acogieron casi con entusiasmo. Una mujer madura salió a nuestro encuentro saludándonos efusivamente y con suma afectación, casi con veneración, que a todas luces resultaba fingida. Nos ofreció a buen precio las cuatro habitaciones de la segunda planta, sobriamente decoradas y con el único inconveniente de disponer de un cuarto de aseo común. Como el precio se adaptaba a nuestra precaria economía aceptamos el trato. Nos repartimos entre las habitaciones y, vestidos para la ocasión, salimos a confundirnos entre el ajetreado ambiente nocturno.
Ya casi amanecía cuando me retiré a la pensión; tras una ardua ascensión por la escalera, trastabillándome de continuo y agradeciéndole al pasamanos su colaboración en el ascenso, llegué a la habitación que me había sido asignada. Sobre la que se suponía debería ser mi cama yacía en todo su esplendor el desmesurado cuerpo de Margarita la gorda.
-Cachisssss -pensé-, ya podría ser Carmencita.
En la otra cama, Manolo Pisuerga hacía ímprobos esfuerzos por desenfundarse la camiseta. Desde el pasillo escuchamos la estruendosa voz de Juan Abastos:
-Cagüenlaleche, ¡qué peste!
Salimos todos al pasillo salvo Margarita -seguía despatarrada sobre la cama- y fuimos atacados por un olor nauseabundo. El pútrido aroma procedía del cuarto de baño; había luz en su interior, asomaba tras la puerta, lo suficiente entornada para impedirnos ver el interior. Jacintín Ruiz se acercó a ella y con las yemas de los dedos de su mano diestra la empujó enégicamente, al tiempo que mantenía la distancia.
Ante nosotros la escena más dantesca, patética e hilarante que he visto en mi vida: El prigao sentado con los pantalones bajados hasta los tobillos sobre el retrete -lo que hasta cierto punto pudiera parecer normal, de no ser porque se olvidó de subir la tapa-, una pasta incalificable asomaba entre sus carnosos glúteos, resbalando por sus piernas; una papilla pardusca de aroma inconcebible se esparcía a brochazos por las paredes, se deslizaba lentamente en pequeñas láminas de similares tamaño y forma por el espejo, goteaba desde el techo, a modo de oscuras estalagtitas pegajosas, se escurría por la cortinilla del baño, se diseminaba por el suelo en pequeñas montañitas viscosas... y azotaba nuestras pituitarias casi con saña. Ante tamaña visión, a Pepita le dio un ataque de risa histérica y de sus fosas nasales salieron dos pequeños globos acuosos que se inflaron brevemente hasta explotar en el aire... y ya no recuerdo más.