Ernesto
camina a grandes trancos por el centro de la calzada, ajeno a la
lluvia. Lleva un sombrero de ala ancha y subido el cuello de su
gabán, un amplio y sombrío abrigo que le llega casi al
suelo, le cubre por completo, deja tan sólo al descubierto sus
ojos, los bajos de sus pantalones de oscura lana y las negras botas
de piel, con las que, al andar, chapotea sobre los adoquines.
Deambula como hipnotizado, absorto, con la mirada fija en un punto
concreto del horizonte, sin percatarse de lo que acontece a su
alrededor.
La
calle es lo suficiente ancha como para permitir el paso de un
carruaje; con amplias aceras a los lados, formadas de grandes bloques
de piedra granítica y separadas por una sucesión de
múltiples baldosines, también en piedra. A ambos lados
hay edificios; desiguales bloques de ladrillo, piedra y adobe, en su
mayoría destinados a viviendas, sobre los que se erigen
innumerables chimeneas, de las que se elevan los humos de la
combustión de la leña en los hogares y de las
primitivas calderas de calefacción. Y desde el aire, además
del humo y las chimeneas, áticos y azoteas destacan entre los
monótonos tejados de negra pizarra, sobre los que, a modo de
estandartes, despuntan algunas veletas, vigías incansables
atentas a cualquier cambio en el rumbo de los vientos. Negras farolas
de hierro forjado mitigan la oscuridad con su tenue luz de gas.
La
niebla lo abraza todo, suele hacerlo habitualmente en esta época,
se aposenta en la ciudad, desplazándose a sus anchas,
alimentándose de la luz y llenando de humedad las calles, las
plazas, los parques, los jardines, incluso las casas, sus viviendas;
cubriéndolas con un velo gris, un tupido manto que limita la
visión. Y no viene sola; una lluvia constante la acompaña,
una lluvia sutil, permanente, que precede a la bruma, la espera y la
acompaña, quedándose incluso cuando ésta ya se
ha ido; una llovizna que flota en el aire, con minúsculas,
casi imperceptibles, gotas de agua que se suspenden brevemente en el
espacio, antes de caer, como desafiando la gravedad.
Pero
Ernesto sigue caminando, sin resguardarse, ajeno a las vicisitudes
del tiempo, como si no tuviese ya necesidad de guarecerse del
chaparrón. Su oscuro ropaje se ha vuelto gris; ha adquirido
esta tonalidad por las gotas de lluvia que caen sobre él, sin
resbalar, adhiriéndose, fundiéndose; gotas de agua
aferradas a sus vestiduras, formando parte de su indumentaria. Y
Ernesto no siente la humedad, camina tan abstraído, tan ajeno
a todo, que ni tan siquiera escucha el sonido de la carroza que se
acerca, ni atiende a la voz del cochero que le grita desde el
pescante, ni percibe el trotar de los cuatro percherones que
arrastran la calesa. Y tampoco se entera cuando es arrollado por las
bestias, a pesar de los intentos del cochero por detenerlas.
Los
cascos pisan sobre su anatomía, hiriéndolo y
lacerándolo, lo arrastran por el suelo mojado, en un crujir de
huesos, embarrándolo y desangrándolo. El cochero logra
detener el carruaje y calmar a las yeguas, se apea y acude en auxilio
del hombre que acaba de atropellar.
Ernesto
está postrado en una blanca cama de hierro; y, mientras unas
manos expertas le cosen y zurcen la piel, le entablillan sus miembros
y le hurgan en las entrañas, evoca las circunstancias que le
han llevado a tan calamitoso estado, cuando, despechado, tomó
el abrigo y su sombrero y partió, en la noche y sin rumbo
fijo, con la intención de no volver jamás.
Los
galenos examinan su cuerpo. Varios hombres tocados de blancas batas,
mancilladas en rojo, con bisturís, erinas, lancetas,
escarpelos, sangraderas y demás instrumentos médicos,
rebuscan en los entresijos de su organismo. “Para encontrarme el
alma”, piensa él. Pero su alma ya no está en ese
cuerpo. Está suspendida en el aire, observando, viéndose
recostado en la mesa de operaciones, rodeado de extraños seres
que le son ajenos y que, con sus pinzas, hienden y rajan en él...
Es consciente de su estado... Y piensa, antes de desaparecer
eternamente,: “Lástima,
tendría que haberme despedido, al menos de los amigos, ahora
ya no podrá ser”.
Su
recuerdo perdura aún entre aquellos que le tuvimos por amigo.