Sin
preocuparse de su estado, salió de la habitación. No
soportaba su ignominiosa presencia; le producía tanta
repugnancia, le daba tanto asco y estaba tan al borde de la náusea,
que un solo segundo más allí la volvería loca.
Al
cerrar la puerta tras sí recibió una bocanada de aire
fresco; el frío la purificó, limpiándole las
inmundicias que habían quedado adheridas a sus ropas, aunque
sin llevarse el nauseabundo olor del que se había impregnado
su piel. Sus pulmones se llenaron de oxígeno y ello le
permitió respirar. Se
encaminó directamente a su casa, y al llegar se despojó
de las rasgadas vestiduras y las arrojó al cubo de la basura.
Desentendiéndose de sus heridas, se dirigió a la ducha,
donde se enjabonó de pies a cabeza, restregándose
convulsivamente con la esponja, mientras el agua caliente corría
por su cuerpo, fumigándola. Y rememoró entonces lo
acontecido en el transcurso de las últimas horas.
Se
vio sentada en la terraza, terminando la traducción mientras
inhalaba el excelso aroma del humeante café que le habían
servido, momento en el que él se acercó a saludarla,
ella le conminó a sentarse, y allí siguieron un rato,
en amena charla.
-
Te ayudaré a terminar el trabajo -dijo él-, el mío
ya lo he acabado... Pero he de pasar antes un segundo por mi casa
para recogerlo.
-
Siéntate un momento, mientras lo busco -dijo él tan
pronto como entraron en el apartamento, y desapareció tras la
cortina.
No
se sentó, permaneció en pie, observando, inquieta, la
vivienda. Ésta estaba compuesta por una única y
relativamente amplia habitación, que hacía las veces de
sala, comedor y estudio. Al fondo, frente a la entrada, había
una cortina, ligeramente descorrida, tras ella se vislumbraba una
inmensa cama, deshecha, una mesilla y una puerta -imaginó
sería la del cuarto de baño-; hacia allí se
dirigió su acompañante, aunque en ese momento no lo
veía. A su izquierda, un pequeño escalón daba
acceso a la cocina y a una mesa con cuatro sillas. A su derecha, un
amplio tresillo, directamente orientado hacia el aparato de
video-televisor, sobre el que se veían varias cintas que,
presumiblemente y por sus carátulas, debían ser de
fuerte contenido erótico, y una amplia y baja mesa de mármol
con un horroroso juego de jarrones de cristal y varias revistas con
mujeres desnudas en sus portadas. Las paredes eran oscuras, de un
color rojo vivo muy intenso. Y la iluminación, oculta tras un
falso techo de escayola, coloreado en rosa, le daba el aspecto de un
club de alterne.
Y
en ese instante, él surgió inopinadamente tras la
cortina. Venía completamente desnudo, y se abalanzó
sobre ella como un poseso, arrojándola al suelo y montándose
encima a horcajadas. Quedó tendida sobre su espalda,
magullada, con un intenso dolor en el costado y soportando el peso
del hombre, que, mientras la abrazaba fuertemente, le esparcía
las babas por la cara, en un intento de acceder a sus labios con un
beso.
Se
resistió pateando, sacudiéndose y golpeándole
instintivamente con los puños y con toda su alma. Y sintió
entonces como él la abofeteaba varias veces. El dolor acudió
a sus mejillas y la sangre que salía de su ceja, corrió
a mezclarse con la que manaba de su labio partido. Entonces cedió
en su resistencia, perdió las fuerzas y le falló el
ánimo; se rindió. Y él, al notarlo, cesó
un poco en su presión; enérgicamente le separó
las piernas y le rasgó las bragas, abriéndole asimismo
la blusa y dejando al descubierto sus pechos tras romper el
sujetador. Ella notó su miembro, erecto, que iniciaba
desgarrándola la penetración y comenzó a llorar,
desesperada. Pero en ese instante lo vio. Vio el jarrón roto,
a su lado, que se había caído durante el forcejeo, y
comprobó las aristas afiladas del cristal. En cuanto pudo,
aprovechando la tenue relajación, asió el trozo de
vidrio con su mano derecha y lo dirigió al cuello de su
agresor, quien adivinó sus intenciones; pero en su intento por
esquivarla tan sólo consiguió que la afilada arista le
entrase por un ojo, traspasándolo, taladrándole la
visión, hasta clavarse en su cerebro. Echó las manos
sobre su rostro herido mientras gritaba, aullando desaforadamente, de
dolor, tambaleándose arrodillado en el suelo y lacerado de
muerte.
Ella
se incorporó como pudo y tras una última mirada a aquel
despojo que gemía en un rincón, lisiado para siempre,
sintió las arcadas y vomitó. Vomitó y dejó
allí su hiel y su bilis; y salió del lugar, humillada,
magullada, mancillada, herida, dolorida, sucia y asqueada.
Horas
después, sentada ante la juez y al amparo de la psicóloga,
con sus hematomas curados, una venda en su mano diestra y varios
puntos sobre la ceja y su labio partido, narraba el relato de lo
acontecido mientras las lágrimas caían de sus ojos,
otrora alegres y ya tristes y sombríos.