Tras
una trastada general en el aula, fuimos castigados a permanecer toda
la mañana de un sábado en el colegio; todos los
alumnos, culpables e inocentes. Ignoro la causa por la que nos
trasladaron a una habitación en la tercera planta -quizá
ese sábado se hacía la inspección exhaustiva de
las aulas- , que durante el resto del año estaba vedada a los
alumnos, pues en ella se hallaban los aposentos de los frailes; allí
residían. El habitáculo era en realidad la biblioteca
privada de la orden. De sus cuatro paredes, tres estaban totalmente
cubiertas por vitrinas contiguas, cuyas puertas de cristal,
perfectamente aseguradas y herméticamente cerradas,
custodiaban innumerables volúmenes; la mayoría
encuadernados en piel y de aspecto realmente antiguo (se contaba que
más de uno era un incunable). En el centro de la pared libre
de estantes se hallaba la puerta; a la derecha unos colgadores y a la
izquierda una magnífica pecera en la que nadaban varios peces
de diversos colores y tamaños; había retratos
rústicamente enmarcados de clérigos adornando los
espacios libres del tabique, y en el ambiente central cuatro enormes
mesas de madera, con sillas a su alrededor; allí nos fuimos
sentando uno a uno, mientras el Padre Prefecto -el Perfeto-, que era
el encargado de nuestra custodia durante el encierro, pasaba lista.
Una vez acomodados abrimos los libros de texto y nos pusimos a la
faena bajo la escrutadora mirada de nuestro carcelero.
Teníamos
el ánimo por los suelos ante la realidad de afrontar aquel
infierno -cuatro horas de aquella guisa semejaba el sufrimiento
eterno-. El principio no fue tan duro como esperábamos, porque
El Prefeto descuidaba en demasía su función in
vigilando,
abandonando a menudo la sala para permanecer ausente durante muchos
minutos, momentos que aprovechábamos para hablar de nuestras
inquietudes y conspirar contra la, a todas luces, injusticia de aquel
castigo. En una de esas ausencias, Pedrito Sánchez alardeó
de valeroso y decidido, y comentó que lo que teníamos
que hacer era orinarnos en la pecera, en justa venganza contra esos
frailes tiranos que tan cruelmente nos torturaban. A todos nos
pareció una idea absolutamente genial aunque ninguno se
atrevía a secundarla. Pero el poder de persuasión de
Pedrito se impuso entre los más decididos y un nutrido grupo
de compañeros nos levantamos con él. Acercamos las
sillas a la pecera, nos subimos a ellas y nos dedicamos a la tarea
con ahínco.
Aún
no habíamos terminado cuando los peces, que minutos antes
nadaban plácidamente, comenzaron a emerger para posarse
inertes sobre el agua. Subían lentamente desde el fondo, se
escuchaba un levísimo chapoteo y se quedaban flotando. El
terror fue colectivo, el pánico nos dominó; más
de uno comenzó a llorar -no por lástima, sino por
miedo-. Pero en ese pavoroso caos se alzo nuevamente la persuasiva
voz de Pedrito:
-¡La
hemos cagao! -sentenció.
-
No -dijo alguien-, la hemos meao.
Esta
última frase nos despertó; el espanto se convirtió
en hilaridad. Momento que aprovechó Pedrito para imponerse,
acercar a su bando a los fuertes y con sus ojos inyectados en sangre
y de la forma más amenazadora posible decir:
-Ahora
que se levanten los que no han orinado y que lo hagan.
Y
fue realmente amenazador, porque hasta Luis de Souzas, Juanito
Urquijo y Miguelón Quijano lo hicieron.
El
resto de la mañana se hizo eterno. Volvimos a nuestros
asientos y todos los dioses habidos y por haber, nombrables e
innombrables, se apiadaron ese día de nosotros. Y aunque en
este punto mi memoria falla, sé que a los poco minutos volvió
El Perfeto y desde el umbral de la puerta nos dio la tajante orden de
que recogiéramos nuestros bártulos y nos volviéramos
a casa.
Durante
el resto de días que duró ese curso, mi vida fue un
calvario. Apenas pude conciliar el sueño, en mis pesadillas
diarias aparecían multitud de peces muertos que me miraban
fijamente con sus inmóviles ojos sin párpados.
Levantarme para ir a la escuela era pura mortificación. Tenía
el pleno convencimiento de que se enterarían y que como mínimo
me esperaba el anatema, la condenación eterna, el suplicio…
Sólo pensarlo me resultaba absolutamente pavoroso. El
curso transcurrió sin más incidentes dignos de mención
y jamás comentamos el hecho entre nosotros.
Todavía
ignoro por qué no se enteraron los frailes. Supongo que no
pudieron imaginar que unos chavales de once años fueran
capaces de tal acción, pues de haberlo considerado, tengo la
certeza de que nos habrían descubierto. Quizá se
enteraron más tarde y no relacionaron el hecho con nosotros.
En cualquier supuesto, sé que la providencia nos amparó.
Hoy, desde la distancia, tengo el pleno convencimiento de que los
peces no llegaron a morir, al menos así quiero creerlo.
Durante muchos años la hazaña pesó como una
lápida sobre mi conciencia; un arcano secreto agazapado en lo
más recóndito de mi subconsciente, que mantuve oculto
hasta bien entrada la madurez.
Veinte
años después me reencontré con El Pitigrillo
-Pepe Segura Luján- a las puertas del supermercado. Había
acudido a comprar unas botellas de vino y recoger en la carnicería
cuatro filetes de lomo alto -el despiece de ternera de Edelmiro
Tifón es de lo merjorcito que puede encontrarse en el mercado-
para prepararlos en la parrilla al día siguiente; Fernando y
Pilar cenarían con nosotros y mi deber era agasajarlos
adecuadamente. Mientras hacía cola ante los cajeros, entre la
multitud, se erigió una voz poderosa que resonaba con un eco y
que gritaba mi nombre.
-
¡Coño, Marcos!
Me
volví hacía donde salía la voz y, tras una
sonrisa de satisfacción y unos ojos iluminados que me miraban
directamente, reconocí el rostro -ya curtido- de Pitigrillo,
que se acercaba hacia mí con los brazos abiertos. Venía
enfundado con el uniforme verde de la Guardia Civil.
-
¡Piti… Cuánto tiempo! -dije con alegría mientras nos abrazábamos-. ¡Si
te has hecho de la ley y el orden!
Y
como respuesta, con su poderosa voz, cuyo eco resonó en todo
el establecimiento, gritó.
-
¿Te acuerdas cuando nos meamos en la pecera?
El
mundo se detuvo en un instante, incluso el latido de mi corazón.
Un estremecimiento de pavor absoluto me recorrió de pies a
cabeza. Y un sentimiento inenarrable, mezcla de terror, vergüenza
y congoja, sacudió mis cimientos; y los recuerdos surgieron
nítidos de mi interior. La
sensación de espanto duró unos angustiosos segundos…
e inmediatamente se convirtió en una sonora carcajada.
La liberación había llegado de casualidad; con la
repentina aparición de Pitigrillo se desvaneció mi
complejo de culpa.
Pasé
veinte años guardando en mi interior un secreto, intentando
borrar de mi memoria tan pesado baldón. Quise convencerme a mí
mismo de mi inocencia, diciéndome que la idea no fue mía,
que había sido inducido a cometer un acto vil; pero lo cierto
es que accedí a ello con entusiasmo y no hizo falta insistirme
mucho. Todas las excusas que busqué fueron vanas. Y aunque mi
intención no era asesinar a esos pobres pececillos que
hermoseaban el hermetismo de aquella tétrica biblioteca, lo
cierto es que participé jubiloso en la masacre. Nunca me
sentiré orgulloso de ello, pero ya no reniego de mis actos. Y
ese arcano secreto se desvanecía en un instante, públicamente
y por un supuesto defensor de la Ley. En ese momento comprendí
que el hecho en sí no tenía importancia, ni siquiera
las consecuencias del mismo, y que la causa de mi perturbación
no eran los remordimientos; era el miedo, un miedo al castigo físico
en los días posteriores al suceso, que se transformó en
el miedo culposo del
malhechor. Y también supe que un acto irreflexivo, aunque
condicione los hechos posteriores, debe ser asumido en el momento,
guardárselo para sí sólo produce desesperación;
las losas pesan cuando están encima. Tras la sonrisa de Piti
lo descubrí. En mis pesadillas ya no aparecen los peces
muertos, ni sus ojos inquisidores.
Marcos, no sé cómo eres tan ilustrado. Todo lo haces bien, seguro que sabes cambiarle las zapatillas a los grifos que gotean. Eres genial, ya sé que es imposible pero de mayor me gustaría ser como tú. Gracias, encantador de cuerpo, espíritu y rostro.
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