lunes, 31 de diciembre de 2012

Los peces

En el edificio románico de los Reverendos Padres, ubicado en las inmediaciones de la Plaza del Filántropo, del Barrio Atávico, se hallaban las aulas en las que cursé los primeros años de estudiante. Durante los inicios de mi enfrentamiento con el férreo aprendizaje de la tabla de multiplicar y el listado de los reyes godos, sucedió un hecho que me mantuvo aterrorizado durante bastantes años de mi vida.

Tras una trastada general en el aula, fuimos castigados a permanecer toda la mañana de un sábado en el colegio; todos los alumnos, culpables e inocentes. Ignoro la causa por la que nos trasladaron a una habitación en la tercera planta -quizá ese sábado se hacía la inspección exhaustiva de las aulas- , que durante el resto del año estaba vedada a los alumnos, pues en ella se hallaban los aposentos de los frailes; allí residían. El habitáculo era en realidad la biblioteca privada de la orden. De sus cuatro paredes, tres estaban totalmente cubiertas por vitrinas contiguas, cuyas puertas de cristal, perfectamente aseguradas y herméticamente cerradas, custodiaban innumerables volúmenes; la mayoría encuadernados en piel y de aspecto realmente antiguo (se contaba que más de uno era un incunable). En el centro de la pared libre de estantes se hallaba la puerta; a la derecha unos colgadores y a la izquierda una magnífica pecera en la que nadaban varios peces de diversos colores y tamaños; había retratos rústicamente enmarcados de clérigos adornando los espacios libres del tabique, y en el ambiente central cuatro enormes mesas de madera, con sillas a su alrededor; allí nos fuimos sentando uno a uno, mientras el Padre Prefecto -el Perfeto-, que era el encargado de nuestra custodia durante el encierro, pasaba lista. Una vez acomodados abrimos los libros de texto y nos pusimos a la faena bajo la escrutadora mirada de nuestro carcelero.

Teníamos el ánimo por los suelos ante la realidad de afrontar aquel infierno -cuatro horas de aquella guisa semejaba el sufrimiento eterno-. El principio no fue tan duro como esperábamos, porque El Prefeto descuidaba en demasía su función in vigilando, abandonando a menudo la sala para permanecer ausente durante muchos minutos, momentos que aprovechábamos para hablar de nuestras inquietudes y conspirar contra la, a todas luces, injusticia de aquel castigo. En una de esas ausencias, Pedrito Sánchez alardeó de valeroso y decidido, y comentó que lo que teníamos que hacer era orinarnos en la pecera, en justa venganza contra esos frailes tiranos que tan cruelmente nos torturaban. A todos nos pareció una idea absolutamente genial aunque ninguno se atrevía a secundarla. Pero el poder de persuasión de Pedrito se impuso entre los más decididos y un nutrido grupo de compañeros nos levantamos con él. Acercamos las sillas a la pecera, nos subimos a ellas y nos dedicamos a la tarea con ahínco.

Aún no habíamos terminado cuando los peces, que minutos antes nadaban plácidamente, comenzaron a emerger para posarse inertes sobre el agua. Subían lentamente desde el fondo, se escuchaba un levísimo chapoteo y se quedaban flotando. El terror fue colectivo, el pánico nos dominó; más de uno comenzó a llorar -no por lástima, sino por miedo-. Pero en ese pavoroso caos se alzo nuevamente la persuasiva voz de Pedrito:

-¡La hemos cagao! -sentenció.

- No -dijo alguien-, la hemos meao.

Esta última frase nos despertó; el espanto se convirtió en hilaridad. Momento que aprovechó Pedrito para imponerse, acercar a su bando a los fuertes y con sus ojos inyectados en sangre y de la forma más amenazadora posible decir:

-Ahora que se levanten los que no han orinado y que lo hagan.

Y fue realmente amenazador, porque hasta Luis de Souzas, Juanito Urquijo y Miguelón Quijano lo hicieron.

El resto de la mañana se hizo eterno. Volvimos a nuestros asientos y todos los dioses habidos y por haber, nombrables e innombrables, se apiadaron ese día de nosotros. Y aunque en este punto mi memoria falla, sé que a los poco minutos volvió El Perfeto y desde el umbral de la puerta nos dio la tajante orden de que recogiéramos nuestros bártulos y nos volviéramos a casa.

Durante el resto de días que duró ese curso, mi vida fue un calvario. Apenas pude conciliar el sueño, en mis pesadillas diarias aparecían multitud de peces muertos que me miraban fijamente con sus inmóviles ojos sin párpados. Levantarme para ir a la escuela era pura mortificación. Tenía el pleno convencimiento de que se enterarían y que como mínimo me esperaba el anatema, la condenación eterna, el suplicio… Sólo pensarlo me resultaba absolutamente pavoroso. El curso transcurrió sin más incidentes dignos de mención y jamás comentamos el hecho entre nosotros.

Todavía ignoro por qué no se enteraron los frailes. Supongo que no pudieron imaginar que unos chavales de once años fueran capaces de tal acción, pues de haberlo considerado, tengo la certeza de que nos habrían descubierto. Quizá se enteraron más tarde y no relacionaron el hecho con nosotros. En cualquier supuesto, sé que la providencia nos amparó. Hoy, desde la distancia, tengo el pleno convencimiento de que los peces no llegaron a morir, al menos así quiero creerlo. Durante muchos años la hazaña pesó como una lápida sobre mi conciencia; un arcano secreto agazapado en lo más recóndito de mi subconsciente, que mantuve oculto hasta bien entrada la madurez.

Veinte años después me reencontré con El Pitigrillo -Pepe Segura Luján- a las puertas del supermercado. Había acudido a comprar unas botellas de vino y recoger en la carnicería cuatro filetes de lomo alto -el despiece de ternera de Edelmiro Tifón es de lo merjorcito que puede encontrarse en el mercado- para prepararlos en la parrilla al día siguiente; Fernando y Pilar cenarían con nosotros y mi deber era agasajarlos adecuadamente. Mientras hacía cola ante los cajeros, entre la multitud, se erigió una voz poderosa que resonaba con un eco y que gritaba mi nombre.

- ¡Coño, Marcos!

Me volví hacía donde salía la voz y, tras una sonrisa de satisfacción y unos ojos iluminados que me miraban directamente, reconocí el rostro -ya curtido- de Pitigrillo, que se acercaba hacia mí con los brazos abiertos. Venía enfundado con el uniforme verde de la Guardia Civil.

- ¡Piti… Cuánto tiempo! -dije con alegría mientras nos abrazábamos-. ¡Si te has hecho de la ley y el orden!

Y como respuesta, con su poderosa voz, cuyo eco resonó en todo el establecimiento, gritó.

- ¿Te acuerdas cuando nos meamos en la pecera?

El mundo se detuvo en un instante, incluso el latido de mi corazón. Un estremecimiento de pavor absoluto me recorrió de pies a cabeza. Y un sentimiento inenarrable, mezcla de terror, vergüenza y congoja, sacudió mis cimientos; y los recuerdos surgieron nítidos de mi interior. La sensación de espanto duró unos angustiosos segundos… e inmediatamente se convirtió en una sonora carcajada. La liberación había llegado de casualidad; con la repentina aparición de Pitigrillo se desvaneció mi complejo de culpa.

Pasé veinte años guardando en mi interior un secreto, intentando borrar de mi memoria tan pesado baldón. Quise convencerme a mí mismo de mi inocencia, diciéndome que la idea no fue mía, que había sido inducido a cometer un acto vil; pero lo cierto es que accedí a ello con entusiasmo y no hizo falta insistirme mucho. Todas las excusas que busqué fueron vanas. Y aunque mi intención no era asesinar a esos pobres pececillos que hermoseaban el hermetismo de aquella tétrica biblioteca, lo cierto es que participé jubiloso en la masacre. Nunca me sentiré orgulloso de ello, pero ya no reniego de mis actos. Y ese arcano secreto se desvanecía en un instante, públicamente y por un supuesto defensor de la Ley. En ese momento comprendí que el hecho en sí no tenía importancia, ni siquiera las consecuencias del mismo, y que la causa de mi perturbación no eran los remordimientos; era el miedo, un miedo al castigo físico en los días posteriores al suceso, que se transformó en el miedo culposo del malhechor. Y también supe que un acto irreflexivo, aunque condicione los hechos posteriores, debe ser asumido en el momento, guardárselo para sí sólo produce desesperación; las losas pesan cuando están encima. Tras la sonrisa de Piti lo descubrí. En mis pesadillas ya no aparecen los peces muertos, ni sus ojos inquisidores.





viernes, 7 de diciembre de 2012

Alegorías


Frío amanecer (alegoría de la ausencia)

La alborada, surgiendo entre la hierba,
deja escarcha en los húmedos tejados
que amanecen de amores olvidados
con una risa franca, sin reservas.

Despierta la pasión, ferviente vida,
con su caricia lícita de hielo
que en paradoja tórrida ante el cielo
congela los instintos, luz fingida

que se oculta entre sombras de alborozo
-ansiado ayer-, que evoca su desnudo
sin la orla algodonosa como escudo,
que yace escrita en páginas de gozo

y es lúgubre sendero de un camino
ajeno a las señales del destino.

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Desierto (alegoría de una mujer)

Páramo agreste, ávido de jugo,
morada de alimañas y de insectos,
ocultas en la noche tus defectos,
mantienes en la sed forzoso yugo.

En tu inmenso caudal de tierra herida
merodean reptiles y serpientes,
solitarios arbustos penitentes,
matorrales sin flor, por toda vida.

Ese sol implacable en su derrota
calienta los guijarros; su furor
convierte los latidos en dolor,
llegando a maldecir por una gota.

Desierto de mentiras y zalemas
no calientas los cuerpos, tú los quemas.

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Pupitre (alegoría de una anciana maestra)

En silencio unas lágrimas, salitre
áspero, se deslizan por la piel,
que cubre el rostro anciano, hasta el papel
que reposa trivial sobre el pupitre,

regalo de los tiempos, cuyo canto,
alzado unos milímetros, obtuso,
guarda restos, aislados por el uso,
del anclado pretérito y del llanto.

Su cuerpo es el lenguaje del olvido
redactado en palabras infinitas;
su perfume, el aroma de la flor

que perdura silente junto al nido
donde nacen las letras manuscritas
sobre viejos renglones de dolor.




jueves, 8 de noviembre de 2012

Cuatro poemas sobre el amor en el cine


La primera película elegida es La Princesa Prometida, de Rob Reiner. Y os puedo asegurar que es una entrañable, magnífica, mágica, emotiva, imaginativa e “inconcebible” película, que comienza: "Érase una vez..."; y termina "...y vivieron felices y comieron perdices.".
Y en medio, el amor verdadero y un compendio de diversiones varias, guiños, frases memorables, lugares encantados y personajes secundarios inolvidables (el Albino, el Obispo gangoso, el milagroso Max y su señora, el Alguacil, Vizzini, la Brigada Brutal, etc, etc.).
Y nos deja un sinnúmero de sentencias para la histora. A modo de ejemplo:
-Mi nombre es Íñigo Montoya. Tu mataste a mi padre. Prepárate a morir.
(Íñigo al Conde).
-No sobreviviremos"
-Tonterías! Sólo lo dices porque nadie lo ha logrado nunca".
(Wesley a Buttercup)
-¡Inconcebible!
-Sigues usando esa palabra. Y no creo que signifique lo que tú crees que significa.
(Íñigo a Vizzini)
-¡Como deseeeeeees!
(Wesley)
-Vamos a buscar al hombre de negro.
-Pero Íñigo, no sabemos dónde está.
-No me molestes con pequeñeces.
(Íñigo y Fessic)
-Alguien ha vencido a un coloso.
(Humperdinck)
Y por supuesto, la más que enternecedora relación entre nieto y abuelo y el encantador juego de rimas entre Íñigo y Fessic.
Nada está fuera de lugar, ni las localizaciones ni la música, ni el atrezo, ni los buenos, ni los malos, ni el príncipe Humperdinck, ni el Conde Rugen con sus seis dedos, ni los títulos de crédito...
Es realmente una de las contadísimas películas verdaderamente para todos los públicos. Ante ella, los niños (y los no tan niños) se olvidan de las palomitas y se convierten en el Pirata Roberts, en Iñigo Montoya o en la inolvidable Princesa Buttercup.
Sólo le pongo una pega, que los 98 minutos que dura se hacen muy cortos.
Acomodaos en la sala, relajaos, retornar a la infancia y disfrutar gozosos de esta fascinante película. Os aseguro que merecerá la pena.

Y tras este preámbulo pasaré a los versos.


El amor verdadero
conforma los cimientos de la vida.
No existen imposibles, toda herida
cicatriza ante el ímpetu sincero
de tan noble esperanza.
Ni muere, ni lo acalla la tortura;
renace como fénix, ave pura
transformando ciclones en bonanza.
Soslaya la paciencia;
ni se arredra ni cede ante el estoque;
discute la evidencia.
Y nada existe, nada, que provoque
tal fuego apasionado
de placer como amar y ser amado.


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La segunda será Medianoche en el jardín del bien y del malUna cinta de Clint Eastwood realmente atractiva y magistralmente interpretada, entre otros, por Kevin Spacey; os la recomiendo.
Una disección muy bien llevada de personajes que deambulan en una sociedad decadente y sureña.

Vayan los versos


La perversa pasión en los amores,
la que oculta la mente pueblerina,
es causa de tragedias y dolores,
de relatos de magia y de rutina.
Pues la historia del crimen
se escribe en cementerios
siguiendo los criterios
de la muerte; y el limen
del alma humana solo se descubre
tras la razón que ampara la mentira.
Un acto depravado e insalubre
conduce hacia la ira.
Escupe sobre el féretro el licor
y ruégale perdones al amor.
Ya queda de los muertos la venganza
que a todos nos alcanza.


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La tercera película elegida será 
Dracula, de Barm Stoker, dirigida por Francis Ford Coppola.
Aunque en el título haga mención al autor de la novela, y si bien casi la sigue literalmente, Coppola -es mi opinión- la rodea de un romanticismo superior a la obra epistolar original, y la suaviza permitiendo que el monstruo (Gary Oldman) se libere por amor.
Me gusta ese Val Helsing interpretado por Anthony Hopkins y el giro de hace Coppola, humanizando un poco el engendro de Stoker, dándole la posibilidad de redimierse por amor (otra visión más del Don Juan). Sangre, amor y odio, la historia de la humanidad.


Vayan los versos


Se pervierte el amor
en un pacto satánico
cuando la fe declina del favor
de Dios y la ortodoxia. Del vesánico
y delirante espíritu abatido
surge un grito profundo de desprecio,
para trocar por odio lo perdido.
Y todo tiene un precio:
es la sangre inocente,
vagar eternamente
por las sombras perversas de la luna
ajeno a la fortuna
Será la pura esencia,
rendirse a su presencia,
quien mude al condenado de su piel,
maldita por la sangre del infiel.


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Y la cuarta será la cinta de Stanley Kubrick, Lolita.
Una adaptación de la novela de Navokov. El relato de una obsesión perversa del padrastro por su hija adolescente.
Excelentes interpretaciones; inconmensurables, James Mason, Peter Sellers y Shelley Winters; y una más que sugerente Sue Lyon como Lolita.


Van los versos


Porque tiene el amor sayal de esclavo
-morbosa sensación incontrolable,
hogar del menoscabo-
convierte en miserable
a aquel a quien los dardos del dios ciego
atraviesan su alma quebradiza,
como lenguas de fuego
pasionales, en una antojadiza
perversión; cuando el último crepúsculo
decente muere, el alma
declina y el latido de ese músculo
que, ante la ingenuidad, ante la calma,
desata los instintos,
nos condena a vivir en el horror,
morando en los recintos
oscuros, depravados, del amor.




domingo, 4 de noviembre de 2012

Vida


Inexorable vida es tu destino
final emparejarte con la muerte.
Tras tu peregrinaje por la suerte,
eludiendo las piedras de un camino

efímero y eterno, libertino,
es hora ya de irse. Se despierte
de ese sueño el mustio cuerpo inerte,
encamine su esfuerzo al desatino

ante el frágil espejo que fustiga
la razón con el látigo punzante
de la vejez desnuda, pues los años
préteritos provocan la fatiga
-carrera infernal-. En ese instante
fatídico remiten nuestros daños.

martes, 30 de octubre de 2012

Ojalá


Las sombras que nublan mis pensamientos siguen ahí; quizá difuminándose, porque ya no tienen esa taciturna tonalidad gris pizarra: se matizan ahora de blanco con irisaciones verde esperanza. Pero persisten. Alguien me dijo que no son sombras, ni nubes, sino dudas. No estoy de acuerdo, para mí son certezas. Se abre una luz; la observo con prudencia; no quiero que sea solo un reflejo que me deslumbre para difuminarse al instante. Quisiera... Deseo -anhelo- que sea la luz del sol y no un efímero destello dorado.

Son doce años ya, toda una vida para muchos; un soplo para mí. Doce años de ausencia, que en cierto modo no ha sido tal, porque los seres que amamos no desaparecen si siguen en el recuerdo. Doce años de íntimo dolor, doce años de incomprensión. Parece que la lacra se rinde, ojalá sea cierto. No volverán los que se han ido, pero su ausencia tampoco habrá sido baldía. Perdurarán en la memoria de los hombres cuando el odio cainita no sea más que una mácula en la historia. No se irá el dolor -nunca lo hará-, pero sí la tristeza, esa losa melancólica que pesa aún como un epitafio mientras dura la existencia.

Y crecerán nomeolvides
sobre las extintas vidas,
ya no habrá más heridas,
ni amores, ni odios, ni lides.

Quizá sea ya el momento para la alegría. Ojalá. Ojalá lo sea.

lunes, 29 de octubre de 2012

Ella


Por momentos ansío su presencia,
en otros, sin embargo, la detesto
-presagio gris y pálpito funesto
por la eterna condena de mi esencia-.

Acaso me remuerda la conciencia
-revivir el pasado es indigesto-
y a pesar de lo amargo de mi gesto
persista el corazón en su cadencia.

En todo caso -cúmpleme decirlo-,
estaré preparado cuando llegue
fatal para romperme el espinazo,

caeré rendido como un mirlo
sin alas en su lecho, aunque juegue
conmigo eternamente en un abrazo.

sábado, 27 de octubre de 2012

La Náusea


Sin preocuparse de su estado, salió de la habitación. No soportaba su ignominiosa presencia; le producía tanta repugnancia, le daba tanto asco y estaba tan al borde de la náusea, que un solo segundo más allí la volvería loca. Al cerrar la puerta tras sí recibió una bocanada de aire fresco; el frío la purificó, limpiándole las inmundicias que habían quedado adheridas a sus ropas, aunque sin llevarse el nauseabundo olor del que se había impregnado su piel. Sus pulmones se llenaron de oxígeno y ello le permitió respirar. Se encaminó directamente a su casa, y al llegar se despojó de las rasgadas vestiduras y las arrojó al cubo de la basura. Desentendiéndose de sus heridas, se dirigió a la ducha, donde se enjabonó de pies a cabeza, restregándose convulsivamente con la esponja, mientras el agua caliente corría por su cuerpo, fumigándola. Y rememoró entonces lo acontecido en el transcurso de las últimas horas.
Se vio sentada en la terraza, terminando la traducción mientras inhalaba el excelso aroma del humeante café que le habían servido, momento en el que él se acercó a saludarla, ella le conminó a sentarse, y allí siguieron un rato, en amena charla.
- Te ayudaré a terminar el trabajo -dijo él-, el mío ya lo he acabado... Pero he de pasar antes un segundo por mi casa para recogerlo.
- Siéntate un momento, mientras lo busco -dijo él tan pronto como entraron en el apartamento, y desapareció tras la cortina.
No se sentó, permaneció en pie, observando, inquieta, la vivienda. Ésta estaba compuesta por una única y relativamente amplia habitación, que hacía las veces de sala, comedor y estudio. Al fondo, frente a la entrada, había una cortina, ligeramente descorrida, tras ella se vislumbraba una inmensa cama, deshecha, una mesilla y una puerta -imaginó sería la del cuarto de baño-; hacia allí se dirigió su acompañante, aunque en ese momento no lo veía. A su izquierda, un pequeño escalón daba acceso a la cocina y a una mesa con cuatro sillas. A su derecha, un amplio tresillo, directamente orientado hacia el aparato de video-televisor, sobre el que se veían varias cintas que, presumiblemente y por sus carátulas, debían ser de fuerte contenido erótico, y una amplia y baja mesa de mármol con un horroroso juego de jarrones de cristal y varias revistas con mujeres desnudas en sus portadas. Las paredes eran oscuras, de un color rojo vivo muy intenso. Y la iluminación, oculta tras un falso techo de escayola, coloreado en rosa, le daba el aspecto de un club de alterne.
Y en ese instante, él surgió inopinadamente tras la cortina. Venía completamente desnudo, y se abalanzó sobre ella como un poseso, arrojándola al suelo y montándose encima a horcajadas. Quedó tendida sobre su espalda, magullada, con un intenso dolor en el costado y soportando el peso del hombre, que, mientras la abrazaba fuertemente, le esparcía las babas por la cara, en un intento de acceder a sus labios con un beso.
Se resistió pateando, sacudiéndose y golpeándole instintivamente con los puños y con toda su alma. Y sintió entonces como él la abofeteaba varias veces. El dolor acudió a sus mejillas y la sangre que salía de su ceja, corrió a mezclarse con la que manaba de su labio partido. Entonces cedió en su resistencia, perdió las fuerzas y le falló el ánimo; se rindió. Y él, al notarlo, cesó un poco en su presión; enérgicamente le separó las piernas y le rasgó las bragas, abriéndole asimismo la blusa y dejando al descubierto sus pechos tras romper el sujetador. Ella notó su miembro, erecto, que iniciaba desgarrándola la penetración y comenzó a llorar, desesperada. Pero en ese instante lo vio. Vio el jarrón roto, a su lado, que se había caído durante el forcejeo, y comprobó las aristas afiladas del cristal. En cuanto pudo, aprovechando la tenue relajación, asió el trozo de vidrio con su mano derecha y lo dirigió al cuello de su agresor, quien adivinó sus intenciones; pero en su intento por esquivarla tan sólo consiguió que la afilada arista le entrase por un ojo, traspasándolo, taladrándole la visión, hasta clavarse en su cerebro. Echó las manos sobre su rostro herido mientras gritaba, aullando desaforadamente, de dolor, tambaleándose arrodillado en el suelo y lacerado de muerte.
Ella se incorporó como pudo y tras una última mirada a aquel despojo que gemía en un rincón, lisiado para siempre, sintió las arcadas y vomitó. Vomitó y dejó allí su hiel y su bilis; y salió del lugar, humillada, magullada, mancillada, herida, dolorida, sucia y asqueada.
Horas después, sentada ante la juez y al amparo de la psicóloga, con sus hematomas curados, una venda en su mano diestra y varios puntos sobre la ceja y su labio partido, narraba el relato de lo acontecido mientras las lágrimas caían de sus ojos, otrora alegres y ya tristes y sombríos.

viernes, 19 de octubre de 2012

Tristeza



Lleva ceñida sobre su cabeza
una hermosa corona; una guirnalda
le separa el cabello de la espalda
en diadema de azul y gran belleza.

Se mueve con la grácil gentileza
del cisne. Su mirada la respalda
-más aún que lo corto de su falda-;
sus ojos, de letal delicadeza,

se clavan en los míos, me desnuda
de mentiras, desgaja mi interior
e invade mis entrañas de pavor.
porque me muestra, gélida, la cruda

realidad: Mi fatal melancolía
impide que me abrace la alegría.

jueves, 11 de octubre de 2012

El jardín de las delicias

Tienes, niña, la cara arrebolada,
¿es quizá por el beso que te di
en los labios con lengua? Dime si
sentiste algún placer, o acaso nada.


¿Perturbó tu impasible luz de hada
-porque yo, la verdad, me estremecí-
advertir que posabas junto a mí,
o es tu mueca sensual disimulada?

Contengo la pasión que se desliza
eterna y suavemente por mi piel
si creo la verdad de tus caricias;

así que miente, calla y eterniza
esos dulces momentos de burdel;
sigue siendo el jardín de las delicias.

viernes, 21 de septiembre de 2012

·Ernesto


Ernesto camina a grandes trancos por el centro de la calzada, ajeno a la lluvia. Lleva un sombrero de ala ancha y subido el cuello de su gabán, un amplio y sombrío abrigo que le llega casi al suelo, le cubre por completo, deja tan sólo al descubierto sus ojos, los bajos de sus pantalones de oscura lana y las negras botas de piel, con las que, al andar, chapotea sobre los adoquines. Deambula como hipnotizado, absorto, con la mirada fija en un punto concreto del horizonte, sin percatarse de lo que acontece a su alrededor.
La calle es lo suficiente ancha como para permitir el paso de un carruaje; con amplias aceras a los lados, formadas de grandes bloques de piedra granítica y separadas por una sucesión de múltiples baldosines, también en piedra. A ambos lados hay edificios; desiguales bloques de ladrillo, piedra y adobe, en su mayoría destinados a viviendas, sobre los que se erigen innumerables chimeneas, de las que se elevan los humos de la combustión de la leña en los hogares y de las primitivas calderas de calefacción. Y desde el aire, además del humo y las chimeneas, áticos y azoteas destacan entre los monótonos tejados de negra pizarra, sobre los que, a modo de estandartes, despuntan algunas veletas, vigías incansables atentas a cualquier cambio en el rumbo de los vientos. Negras farolas de hierro forjado mitigan la oscuridad con su tenue luz de gas.
La niebla lo abraza todo, suele hacerlo habitualmente en esta época, se aposenta en la ciudad, desplazándose a sus anchas, alimentándose de la luz y llenando de humedad las calles, las plazas, los parques, los jardines, incluso las casas, sus viviendas; cubriéndolas con un velo gris, un tupido manto que limita la visión. Y no viene sola; una lluvia constante la acompaña, una lluvia sutil, permanente, que precede a la bruma, la espera y la acompaña, quedándose incluso cuando ésta ya se ha ido; una llovizna que flota en el aire, con minúsculas, casi imperceptibles, gotas de agua que se suspenden brevemente en el espacio, antes de caer, como desafiando la gravedad.
Pero Ernesto sigue caminando, sin resguardarse, ajeno a las vicisitudes del tiempo, como si no tuviese ya necesidad de guarecerse del chaparrón. Su oscuro ropaje se ha vuelto gris; ha adquirido esta tonalidad por las gotas de lluvia que caen sobre él, sin resbalar, adhiriéndose, fundiéndose; gotas de agua aferradas a sus vestiduras, formando parte de su indumentaria. Y Ernesto no siente la humedad, camina tan abstraído, tan ajeno a todo, que ni tan siquiera escucha el sonido de la carroza que se acerca, ni atiende a la voz del cochero que le grita desde el pescante, ni percibe el trotar de los cuatro percherones que arrastran la calesa. Y tampoco se entera cuando es arrollado por las bestias, a pesar de los intentos del cochero por detenerlas.
Los cascos pisan sobre su anatomía, hiriéndolo y lacerándolo, lo arrastran por el suelo mojado, en un crujir de huesos, embarrándolo y desangrándolo. El cochero logra detener el carruaje y calmar a las yeguas, se apea y acude en auxilio del hombre que acaba de atropellar.
Ernesto está postrado en una blanca cama de hierro; y, mientras unas manos expertas le cosen y zurcen la piel, le entablillan sus miembros y le hurgan en las entrañas, evoca las circunstancias que le han llevado a tan calamitoso estado, cuando, despechado, tomó el abrigo y su sombrero y partió, en la noche y sin rumbo fijo, con la intención de no volver jamás.
Los galenos examinan su cuerpo. Varios hombres tocados de blancas batas, mancilladas en rojo, con bisturís, erinas, lancetas, escarpelos, sangraderas y demás instrumentos médicos, rebuscan en los entresijos de su organismo. “Para encontrarme el alma”, piensa él. Pero su alma ya no está en ese cuerpo. Está suspendida en el aire, observando, viéndose recostado en la mesa de operaciones, rodeado de extraños seres que le son ajenos y que, con sus pinzas, hienden y rajan en él... Es consciente de su estado... Y piensa, antes de desaparecer eternamente,: “Lástima, tendría que haberme despedido, al menos de los amigos, ahora ya no podrá ser”.
Su recuerdo perdura aún entre aquellos que le tuvimos por amigo.




martes, 4 de septiembre de 2012

El Castillo (grandilocuente relato gótico) I


Estaba cansado y me detuve a mitad de jornada; quería darle reposo a mi cabalgadura. Tenía aún tres días por delante para recorrer las cinco leguas que me separaban del punto de destino, y ante los negros presagios del día anterior, no quise que me abrazara la noche en los inquietantes páramos que se abrían ante mí. Me dirijí a la posada de Mendo Ruiz, el único lugar habitado hasta mi destino; buen pienso para la yegua y para mí -partiría al alba, caminando parejo con el sol-. Instalé la montura y me apresté al descanso. Antes de subir a los aposentos, me acomodé en una de las mesas del comedor, presto a beber un poco de vino y acompañarlo con algunas viandas. El ambiente era cálido y acogedor; la chimenea permanecía encendida y siete de las ocho mesas que llenaban el local estaban ocupadas. Tras la segunda copa, me uní a la conversación de los lugareños, la cordialidad que imperaba entre ellos contribuyó a ello. Un hombre menudo, con una gran mata desordenada de cabello gris, que crecía errática sobre su braquicéfala cabeza -las arrugas de su rostro, además de conferirle un aspecto de venerable ancianidad, denotaban experiencia-, no cesaba de mover sus vivarachos ojos azules mientras hablaba. Una rústica y poblada barba blanca ocultaba las heridas del tiempo; acompañaba sus palabras con el movimiento acompasado de unas manos de dedos largos y curtidos por la intemperie. Entonaba las palabras con una claridad pasmosa, las dejaba caer, como acariciándolas; y a cada pausa en su narración engullía un sorbo de vino -de una copa que los contertulios se encargaban de mantener siempre llena-, chasqueaba la lengua, cerrando los ojos, aspiraba levemente y continuaba el relato:
Se encontró sola en aquel ruinoso castillo; alejado de toda civilización y enclavado en lo más alto de la colina. Un vigía tenebroso orientado a los cuatro vientos; un pináculo obsceno erigiéndose como mano alzada en pos de los luminosos astros, ensombreciendo, aun en la noche, los prados adyacentes. Antaño morada de disolutos y despóticos aristócratas, en donde los gritos de terror en la noche, los aullidos de ignotas bestias, los lamentos y quejidos, se fundían con las risas soeces y procaces, con los cánticos obscenos y con las más rebuscadas blasfemias. Grandes aposentos, destinados a la lujuria, a la depravación, a la concupiscencia, a la promiscuidad. Donde los poderosos, en su grosería, se entregaban a todos los vicios. Un lúgubre castillo, en una terrorífica noche sin luna ni estrellas -noche oscura y amenazante, cubierta toda ella de nubarrones aún más negros que su espesura-.”
El viejo detuvo su cadencia; y , mientras inclinaba ligeramente su cabeza hacia atrás, cruzó los dedos de ambas manos entre sí, impulsó los brazos hacia adelante y hacia abajo, dejando el dorso de éstas a la altura de su pecho, e inmediatamente las separó y movió desacompasadamente los dedos. Todos permanecimos en silencio, observándolo mientras ingería un buen trago de vino, Posó la copa ya vacía sobre la mesa, nos miro furtivamente y retomó el relato -estuve tentado de interrumpirlo, pues ignoraba el principio, pero desistí al instante y le dejé continuar- :
Sintió el azote de los vientos contra la fortaleza. Un temporal de agua y granizo azotó las almenas, las murallas, amenazando los pilares, silbando entre las piedras; un ulular constante, un sonido continuado, como si los muros gimiesen de dolor ante el flagelo del despiadado céfiro. Y el aire, en torbellino, penetró por todos los intersticios del alcázar. Y con él llegaron también otros sonidos, como evocaciones del pasado. Sonidos olvidados se despertaron de nuevo; gemidos de placer y de goce; súplicas vehementes; clamores de desesperación; suspiros de opresión y de sofoco; lamentos de pesadumbre; rugidos y bramidos mezclados con gritos atormentados... Y el rumor, amalgándose con el vendaval, creció en intensidad, se escuchó claro y nítido; y trajo con el viento conversaciones acaecidas siglos atrás. Y vio, o creyó ver, seres etéreos, grotescos y feroces que la rodearon, seres fantasmagóricos que la maldecían. Y vio sangre en las paredes, como si la propia alcazaba hubiese sido herida de muerte y dejase escapar su vida, desangrándose a través de sus pétreos muros.
-¿Qué queréis de mí, espíritus diabólicos? -gritó, y su voz se perdió entre los sonidos de la noche-. ¿Por qué me atormentáis? -volvió a gritar-. Me habéis citado y aquí estoy, mostraos, pues no os temo.
Repentinamente el viento cesó...”
El viejo interrumpió bruscamente el relato, se quedó petrificado con los ojos fijos en la puerta de entrada al local. Todos miramos. Una sombra lúgubre, apenas perceptible, invadió la sala, una neblina inquietante, acompañada de una ráfaga de viento helado, ensombreció el umbral y se disipó al instante. El viejo parpadeó, pasó la mano diestra por delante de los ojos, como para eliminar la sombra, observó unos segundos la puerta, carraspeó, recorrió la estancia con la vista lentamente y bebió un buen sorbo de vino. La inquietud se apoderó de los presentes, al menos eso me pareció. Yo sentí un ligero estremecimiento, se me erizaron los pelos y una sensación de pesadumbre se abatió sobre mí... y desapareció tan repentinamente como llegó. Miré al viejo; una sonrisa indulgente amparaba su rostro; carraspeó nuevamente, bebió otro sorbo y continuó con el relato:
Repentinamente el viento cesó y un silencio sobrecogedor invadió el castillo. La mujer cerró los ojos, respiró profundamente y lanzó nuevamente su desafío:
- Estoy aquí, espíritus infernales, he acudido a vuestra llamada; he cumplido mi pacto.
Su voz sonó como el graznido de un cuervo, áspera y seca. Esperó la respuesta que no llegó. Entonces ordenó:
- ¡Mostraos!
El castillo tembló, las piedras crujieron y la oscuridad se acrecentó...


domingo, 2 de septiembre de 2012

Carpe diem


Non fui non sum non curo, carpe diem.
Para qué preocuparme yo de aquello
que de las manos huye en un destello
y no tiene cabida en un harem.

Ante todo problema digo: “ejem,
¿por qué debo agobiarme yo por ello,
ya que solo me importa el sexo bello,
la comida y seguir la vida ad rem?”

En todos los pecados de este mundo
la conducta correcta viene implícita,
ya que siempre es cómplice la duda

-sabemos que no existe el sí rotundo-,
porque toda pasión en vida es lícita
y jamás la verdad está desnuda.

viernes, 31 de agosto de 2012

La última singladura



Recuerdo una tarde de verano, en la playa, paseando por la orilla y la marea baja. Me tropecé con un hombre mayor, miraba los restos apenas perceptibles de la madera del casco de una barcaza. Era una madera oscura, casi negra, semienterrada en la arena, apenas se distinguía del fondo de matices rocosos. Y pensé: "He ahí un anciano capitán despidiéndose del esqueleto de su bergantín, hundido por piratas tras una cruenta y desigual batalla...” Pero al final sólo me quedaron estos versos:

Regresas navegando, barquichuelo,
desde la mar azul de mil matices,
a la cercana costa, para el duelo
y a tu casco curar las cicatrices.

Descansa, bergantín, ven y descansa,
reponte de la larga travesía,
acude a fondear en agua mansa,
acércate y reposa en la bahía.

Sanarán tus heridas del combate,
pero sabes que acaban ya tus días;
dejaste de las olas el embate
y en tus velas va escrita tu osadía.

Es tu fin, marinero, es tu condena.
Recogen lentamente tu estandarte,
para dejar tus restos en la arena.
Has cumplido y es hora de olvidarte.

Y al anciano que mira tu esqueleto
e hipotecó contigo sus venturas,
el corazón de orgullo bien repleto
le queda al recordar tus singladuras.