viernes, 30 de diciembre de 2011

La Aldea


Hoy he subido hasta “O Alto da Cova da Serpe”. El día es espléndido, especialmente luminoso. Dicen que desde esta altura, en días así, puede verse el Faro de Hércules. He querido comprobarlo y sí se ve. Mirando hacia poniente, las lomas descienden y se acercan a la mar y desde las cumbres se ven los valles entre montañas, el verde moteado de más y más verde y el rojo de los tejados de las casas, diseminadas como puntitos entre la espesura. Veo la torre y el contorno difuminado de la mar, la bruma lo confunde en el horizonte con el límpido cielo.
Si miro al sur, ya no aparece la mar ante mí, sino una interminable escalera de montañas; algunas pobladas de ubérrima vegetación y otras asoladas, negras; siento en ellas los efectos del último y reciente incendio. Prefiero no mirar al sur, quizá por mi propensión a la melancolía.
Me vuelvo entonces hacia el oriente y debo proteger mis ojos, usando mi mano a modo de visera, de los rayos solares. Son las primeras horas de la mañana y el sol luce radiante y sé que si camino hacia él me adentraré en una zona boscosa, donde los robles, hayas, castaños, avellanos, abetos, pinos y eucaliptos crecen aún agrestes en parajes apenas hollados por el hombre. Si siguiese esos bosques, me conducirían hasta las estribaciones de las montañas, viejas montañas erosionadas, majestuosas aún -algunas de nieves casi perpetuas-, en la frontera con una tierra áspera y cobriza, precursora de inquietudes y aventuras.
Y por fin, miro hacia el norte; el monte desciende y sobre sus laderas se agazapan, casi se pueden tocar, las casas de piedra con sus tejados de pizarra y el humo del hogar encendido que se eleva desde las chimeneas hasta desaparecer sin dejar rastro en la inmensidad del azulado cielo. Veo los corrales, los pajares, las cuadras; los antiguos hornos de pan y los campos cultivados, inmensos prados donde los animales pastan, donde los labradores se desvelan en la recolección de las cosechas; los árboles frutales… Y allá, al fondo, en el valle que ampara la montaña, está la aldea; triste y solitaria, apenas trescientos habitantes, mortecina y apagada entre tanta luz natural. Vacía ya de jóvenes; sólo los más viejos se afanan en dejar sus vidas pegadas a la madera de castaño de las puertas de sus pétreas casas. La carretera ha quedado en desuso, los vehículos que circulan por la rápida y desangelada autopista no disponen de tiempo para detenerse. Una aldea entre bosquecillos, al pie de la montaña de la leyenda, de la que ya casi nadie recuerda el nombre y en la que nadie parece enorgullecerse de haber nacido.

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