miércoles, 1 de febrero de 2012

Destino


Llega ante la verja que proteje la entrada a la vivienda; se encuentra abierta, como esperándole. A un par de zancadas dos amplios escalones de mármol, flanqueados por una barandilla, terminan ante la inmensa puerta de madera barnizada en caoba -nótase en ella la mano del ebanista, por las molduras esculpidas en el marco, el sutil torneado de su contorno y el primoroso resalto sobre la puerta-; la aldaba, tallada en madera, es un desnudo cuerpo de mujer, del tamaño algo mayor que una mano, exquisitamente acabado y cuyas delicadas formas llevan a los sentidos a perderse en ensoñaciones más propias de una fogosa juventud, que de la madura prestancia del visitante. El autor de esta puerta no sólo ama la madera, también a la mujer que posó para él y que tan bellamente fue esculpida. Y al tomarla para llamar, siente como si estuviese mancillando la puereza. Es tan solo un leve estremecimiento, una sensación de desasosiego que dura milésimas de segundo, como si tocase en verdad el cuerpo virgen de la mujer deshonrándolo con su lujuria. Retira avergonzado y velozmente la mano y la aldaba cae sobre el llamador con un golpe seco, el sonido se eleva como si una orquesta de violines iniciase una tarantela de armoniosa lírica, finalizando en un par de bruscos acordes, que pueden oírse en cualquier estancia de la casa. La puerta se abre ante él, y un muchacho le recibe sonriente. Intenta decir algo, pero el chiquillo, con un leve gesto, se lo impide, invitándole al mismo tiempo a traspasar el umbral para penetrar en una amplia sala, que hace las veces de distribuidor y recibidor. Cuatro enormes columnas de mármol la custodian, así como protegen la estructura del edificio. El marmóreo suelo se halla bellamente alfombrado y las paredes de la estancia dejan ver hermosos tapices de alegres motivos campestres. Y frente a él dos enormes, negros y profundos, ojos de mujer. Dos ojos que le traspasan, indicándole, sin palabras, que los siga... Y los sigue. Sigue a la mujer como hipnotizado, a través de la sala y hacia una puerta semioculta, que se confunde en la pared y parece abrirse sola en cuanto llegan a su altura. Nada ve de su interior, tan solo negrura, una absoluta opacidad -en contraste con la luminosidad de la estancia en que se halla-; la oscuridad le desconcierta y le llena de temor, sus sentidos se ponen a la defensiva; si bien el andar firme y decidido de la mujer que le precede le tranquiliza. Recuerda porqué ha llegado hasta aquí y sonríe. No es más que un atisbo de sonrisa, pero lo suficiente para liberar su angustia, relajarse y afrontar el devenir con menos inquietud. Penetra en la sombría sala tras la hermosa doncella y de repente se siente solo, absoluta y totalmente solo, como si fuese él el único habitante del mundo y nadie más existiese. Y esta inenarrable y agobiante sensación se hace más intensa conforme transcurren los segundos. Ni una brisa, ni un aroma, ni un hálito; nada siente salvo el ronco y monótono golpear del corazón en su pecho, el constante fluir de su sangre. No hay suelo bajo sus pies, ni techo sobre su cabeza. Está suspendido en la nada, flotando en una negra atmósfera de vacío. Le duelen todos los sentidos; los ojos de mirar y no ver; la piel, indescriptible la percepción de su piel, en contacto tan sólo con él mismo, con su propia carne. Y como único sonido, el de su propio organismo, el latido de su corazón y el devenir de sus fluidos, los humores hirviendo en las entrañas y las venas trayendo y llevando la sangre a su rítmica y constante velocidad. Repentinamente desaparece también el sonido... y comprende. Ha traspasado el umbral y se halla en un nuevo estado que perdurará más allá de lo imaginable. Ya no existen el tiempo y el espacio, ni siquiera la ilusión, ni la posibilidad de sentimiento alguno; sólo el horror del infinito. Quiere gritar, pero ningún sonido sale de su boca, el grito se apaga antes de salir, ya que nada hay donde propagarse. Y quiere llorar, pero tampoco las lágrimas acuden a sus ojos. Y ni tan siquiera puede desesperarse, la desesperación no es un estado que afecte a los muertos.

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