Éramos
veintidós los que salimos aquel día. Tomamos las
primeras copas en Casa Ciríaco y nos las jugamos a los chinos
-perdio El Pringao, para variar-; las últimas, ya al día
siguiente, en La Cabaña de Alivio -también para
variar-. Allí me hice hombre -en el sentido de hacerse hombre
para los hombres que llaman hacerse hombre a mantener relaciones
sexuales con una mujer por primera vez-, pagando, por supuesto;
aunque no fuí yo quién pagó, lo hizo El Pringao
-de nuevo para variar-. Dos días después amanecí
solo, porque sólo amanezco solo cuando me dejan solo.
Margarita La Gorda estaba en la habitación contigua con Manolo
Pisuerga y Juan Abastos; y Pepita La Amante en la de enfrente, con
Antoñito Bálano y Jacintín Ruiz; el resto del
grupo seguía de botellón en la Plaza de los Plebeyos.
Carmencita La Cándida se bañó desnuda en la
Fuente de los Querubines. Aparecieron dos agentes del orden con la
intención de detenerla por escándalo público;
pero, ante la exuberencia de Carmencita y el bochorno de la noche
estival, decidieron acompañarla en tan higiénica
actitud; por lo que acabaron los tres no sólo lavándose
en la fuente... y ya no recuerdo más.
..........................................
Llegamos
tarde y, a pesar de mis dudas, nos acogieron casi con entusiasmo. Una
mujer madura salió a nuestro encuentro saludándonos
efusivamente y con suma afectación, casi con veneración,
que a todas luces resultaba fingida. Nos ofreció a buen precio
las cuatro habitaciones de la segunda planta, sobriamente decoradas y
con el único inconveniente de disponer de un cuarto de aseo
común. Como el precio se adaptaba a nuestra precaria economía
aceptamos el trato. Nos repartimos entre las habitaciones y, vestidos
para la ocasión, salimos a confundirnos entre el ajetreado
ambiente nocturno.
Ya
casi amanecía cuando me retiré a la pensión;
tras una ardua ascensión por la escalera, trastabillándome
de continuo y agradeciéndole al pasamanos su colaboración
en el ascenso, llegué a la habitación que me había
sido asignada. Sobre la que se suponía debería ser mi
cama yacía en todo su esplendor el desmesurado cuerpo de
Margarita la gorda.
-Cachisssss
-pensé-, ya podría ser Carmencita.
En
la otra cama, Manolo Pisuerga hacía ímprobos esfuerzos
por desenfundarse la camiseta. Desde el pasillo escuchamos la
estruendosa voz de Juan Abastos:
-Cagüenlaleche,
¡qué peste!
Salimos
todos al pasillo salvo Margarita -seguía despatarrada sobre la
cama- y fuimos atacados por un olor nauseabundo. El pútrido
aroma procedía del cuarto de baño; había luz en
su interior, asomaba tras la puerta, lo suficiente entornada para
impedirnos ver el interior. Jacintín Ruiz se acercó a
ella y con las yemas de los dedos de su mano diestra la empujó
enégicamente, al tiempo que mantenía la distancia.
Ante
nosotros la escena más dantesca, patética e hilarante
que he visto en mi vida: El prigao sentado con los pantalones bajados
hasta los tobillos sobre el retrete -lo que hasta cierto punto
pudiera parecer normal, de no ser porque se olvidó de subir la
tapa-, una pasta incalificable asomaba entre sus carnosos glúteos,
resbalando por sus piernas; una papilla pardusca de aroma
inconcebible se esparcía a brochazos por las paredes, se
deslizaba lentamente en pequeñas láminas de similares
tamaño y forma por el espejo, goteaba desde el techo, a modo
de oscuras estalagtitas pegajosas, se escurría por la
cortinilla del baño, se diseminaba por el suelo en pequeñas
montañitas viscosas... y azotaba nuestras pituitarias casi con
saña. Ante tamaña visión, a Pepita le dio un
ataque de risa histérica y de sus fosas nasales salieron dos
pequeños globos acuosos que se inflaron brevemente hasta
explotar en el aire... y ya no recuerdo más.
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