viernes, 8 de junio de 2012

Notas


Éramos veintidós los que salimos aquel día. Tomamos las primeras copas en Casa Ciríaco y nos las jugamos a los chinos -perdio El Pringao, para variar-; las últimas, ya al día siguiente, en La Cabaña de Alivio -también para variar-. Allí me hice hombre -en el sentido de hacerse hombre para los hombres que llaman hacerse hombre a mantener relaciones sexuales con una mujer por primera vez-, pagando, por supuesto; aunque no fuí yo quién pagó, lo hizo El Pringao -de nuevo para variar-. Dos días después amanecí solo, porque sólo amanezco solo cuando me dejan solo. Margarita La Gorda estaba en la habitación contigua con Manolo Pisuerga y Juan Abastos; y Pepita La Amante en la de enfrente, con Antoñito Bálano y Jacintín Ruiz; el resto del grupo seguía de botellón en la Plaza de los Plebeyos. Carmencita La Cándida se bañó desnuda en la Fuente de los Querubines. Aparecieron dos agentes del orden con la intención de detenerla por escándalo público; pero, ante la exuberencia de Carmencita y el bochorno de la noche estival, decidieron acompañarla en tan higiénica actitud; por lo que acabaron los tres no sólo lavándose en la fuente... y ya no recuerdo más.
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Llegamos tarde y, a pesar de mis dudas, nos acogieron casi con entusiasmo. Una mujer madura salió a nuestro encuentro saludándonos efusivamente y con suma afectación, casi con veneración, que a todas luces resultaba fingida. Nos ofreció a buen precio las cuatro habitaciones de la segunda planta, sobriamente decoradas y con el único inconveniente de disponer de un cuarto de aseo común. Como el precio se adaptaba a nuestra precaria economía aceptamos el trato. Nos repartimos entre las habitaciones y, vestidos para la ocasión, salimos a confundirnos entre el ajetreado ambiente nocturno.
Ya casi amanecía cuando me retiré a la pensión; tras una ardua ascensión por la escalera, trastabillándome de continuo y agradeciéndole al pasamanos su colaboración en el ascenso, llegué a la habitación que me había sido asignada. Sobre la que se suponía debería ser mi cama yacía en todo su esplendor el desmesurado cuerpo de Margarita la gorda.
-Cachisssss -pensé-, ya podría ser Carmencita.
En la otra cama, Manolo Pisuerga hacía ímprobos esfuerzos por desenfundarse la camiseta. Desde el pasillo escuchamos la estruendosa voz de Juan Abastos:
-Cagüenlaleche, ¡qué peste!
Salimos todos al pasillo salvo Margarita -seguía despatarrada sobre la cama- y fuimos atacados por un olor nauseabundo. El pútrido aroma procedía del cuarto de baño; había luz en su interior, asomaba tras la puerta, lo suficiente entornada para impedirnos ver el interior. Jacintín Ruiz se acercó a ella y con las yemas de los dedos de su mano diestra la empujó enégicamente, al tiempo que mantenía la distancia.
Ante nosotros la escena más dantesca, patética e hilarante que he visto en mi vida: El prigao sentado con los pantalones bajados hasta los tobillos sobre el retrete -lo que hasta cierto punto pudiera parecer normal, de no ser porque se olvidó de subir la tapa-, una pasta incalificable asomaba entre sus carnosos glúteos, resbalando por sus piernas; una papilla pardusca de aroma inconcebible se esparcía a brochazos por las paredes, se deslizaba lentamente en pequeñas láminas de similares tamaño y forma por el espejo, goteaba desde el techo, a modo de oscuras estalagtitas pegajosas, se escurría por la cortinilla del baño, se diseminaba por el suelo en pequeñas montañitas viscosas... y azotaba nuestras pituitarias casi con saña. Ante tamaña visión, a Pepita le dio un ataque de risa histérica y de sus fosas nasales salieron dos pequeños globos acuosos que se inflaron brevemente hasta explotar en el aire... y ya no recuerdo más.


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