Tras
leerla, coloqué la carta sobre el cenicero, encendí el
mechero y dejé que ardiera -me gustó el aroma, a fuego
de hogar-. La pavesa levantó el vuelo y se sostuvo unos
segundos en el aire, desafiando la gravedad. La hoja se encogió
apenas perceptiblemente, como queriendo abrazar los restos que se le
escapaban. Creció la llama y vertiginosamente consumió
la inmaculada página, dejando sólo favila. Una esquina
del folio resistió el embate, un triangulillo de pocos
milímetros que se aferraba a la grisácea ceniza. El
aroma siguió invadiendo la estancia, grato aroma a papel
quemado. Con un dedo rocé levemente los restos, la ceniza se
esparció, y entre el gris pizarra un trocito apenas
perceptible de blanco impoluto quedó como vestigio de lo que
fue y ya no era.
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