Estaba
cansado y me detuve a mitad de jornada; quería darle reposo a
mi cabalgadura. Tenía aún tres días por delante
para recorrer las cinco leguas que me separaban del punto de destino,
y ante los negros presagios del día anterior, no quise que me
abrazara la noche en los inquietantes páramos que se abrían
ante mí. Me dirijí a la posada de Mendo Ruiz, el único
lugar habitado hasta mi destino; buen pienso para la yegua y para mí
-partiría al alba, caminando parejo con el sol-. Instalé
la montura y me apresté al descanso. Antes de subir a los
aposentos, me acomodé en una de las mesas del comedor, presto
a beber un poco de vino y acompañarlo con algunas viandas. El
ambiente era cálido y acogedor; la chimenea permanecía
encendida y siete de las ocho mesas que llenaban el local estaban
ocupadas. Tras la segunda copa, me uní a la conversación
de los lugareños, la cordialidad que imperaba entre ellos
contribuyó a ello. Un hombre menudo, con una gran mata
desordenada de cabello gris, que crecía errática sobre
su braquicéfala cabeza -las arrugas de su rostro, además
de conferirle un aspecto de venerable ancianidad, denotaban
experiencia-, no cesaba de mover sus vivarachos ojos azules mientras
hablaba. Una rústica y poblada barba blanca ocultaba las
heridas del tiempo; acompañaba sus palabras con el movimiento
acompasado de unas manos de dedos largos y curtidos por la
intemperie. Entonaba las palabras con una claridad pasmosa, las
dejaba caer, como acariciándolas; y a cada pausa en su
narración engullía un sorbo de vino -de una copa que
los contertulios se encargaban de mantener siempre llena-, chasqueaba
la lengua, cerrando los ojos, aspiraba levemente y continuaba el
relato:
“Se
encontró sola en aquel ruinoso castillo; alejado de toda
civilización y enclavado en lo más alto de la colina.
Un vigía tenebroso orientado a los cuatro vientos; un pináculo
obsceno erigiéndose como mano alzada en pos de los luminosos
astros, ensombreciendo, aun en la noche, los prados adyacentes.
Antaño morada de disolutos y despóticos aristócratas,
en donde los gritos de terror en la noche, los aullidos de ignotas
bestias, los lamentos y quejidos, se fundían con las risas
soeces y procaces, con los cánticos obscenos y con las más
rebuscadas blasfemias. Grandes aposentos, destinados a la lujuria, a
la depravación, a la concupiscencia, a la promiscuidad. Donde
los poderosos, en su grosería, se entregaban a todos los
vicios. Un lúgubre castillo, en una terrorífica noche
sin luna ni estrellas -noche oscura y amenazante, cubierta toda ella
de nubarrones aún más negros que su espesura-.”
El
viejo detuvo su cadencia; y , mientras inclinaba ligeramente su
cabeza hacia atrás, cruzó los dedos de ambas manos
entre sí, impulsó los brazos hacia adelante y hacia
abajo, dejando el dorso de éstas a la altura de su pecho, e
inmediatamente las separó y movió desacompasadamente
los dedos. Todos permanecimos en silencio, observándolo
mientras ingería un buen trago de vino, Posó la copa ya vacía sobre la mesa, nos miro furtivamente y retomó el relato -estuve
tentado de interrumpirlo, pues ignoraba el principio, pero
desistí al instante y le dejé continuar-
:
“Sintió
el azote de los vientos contra la fortaleza. Un temporal de agua y
granizo azotó las almenas, las murallas, amenazando los
pilares, silbando entre las piedras; un ulular constante, un sonido
continuado, como si los muros gimiesen de dolor ante el flagelo del
despiadado céfiro. Y el aire, en torbellino, penetró
por todos los intersticios del alcázar. Y con él
llegaron también otros sonidos, como evocaciones del pasado.
Sonidos olvidados se despertaron de nuevo; gemidos de placer y de
goce; súplicas vehementes; clamores de desesperación;
suspiros de opresión y de sofoco; lamentos de pesadumbre;
rugidos y bramidos mezclados con gritos atormentados... Y el rumor,
amalgándose con el vendaval, creció en intensidad, se
escuchó claro y nítido; y trajo con el viento
conversaciones acaecidas siglos atrás. Y vio, o creyó
ver, seres etéreos, grotescos y feroces que la rodearon, seres
fantasmagóricos que la maldecían. Y vio sangre en las
paredes, como si la propia alcazaba hubiese sido herida de muerte y
dejase escapar su vida, desangrándose a través de sus
pétreos muros.
-¿Qué
queréis de mí, espíritus diabólicos?
-gritó, y su voz se perdió entre los sonidos de la
noche-. ¿Por qué me atormentáis? -volvió
a gritar-. Me habéis citado y aquí estoy, mostraos,
pues no os temo.
Repentinamente
el viento cesó...”
El
viejo interrumpió bruscamente el relato, se quedó
petrificado con los ojos fijos en la puerta de entrada al local.
Todos miramos. Una sombra lúgubre, apenas perceptible, invadió
la sala, una neblina inquietante, acompañada de una ráfaga
de viento helado, ensombreció el umbral y se disipó al
instante. El viejo parpadeó, pasó la mano diestra por
delante de los ojos, como para eliminar la sombra, observó unos
segundos la puerta, carraspeó, recorrió la estancia con
la vista lentamente y bebió un buen sorbo de vino. La
inquietud se apoderó de los presentes, al menos eso me
pareció. Yo sentí un ligero estremecimiento, se me
erizaron los pelos y una sensación de pesadumbre se abatió
sobre mí... y desapareció tan repentinamente como
llegó. Miré al viejo; una sonrisa indulgente amparaba
su rostro; carraspeó nuevamente, bebió otro sorbo y
continuó con el relato:
“Repentinamente
el viento cesó y un silencio sobrecogedor invadió el
castillo. La mujer cerró los ojos, respiró
profundamente y lanzó nuevamente su desafío:
-
Estoy aquí, espíritus infernales, he
acudido a vuestra llamada; he
cumplido mi pacto.
Su
voz sonó como el graznido de un cuervo, áspera y seca.
Esperó la respuesta que no llegó. Entonces ordenó:
-
¡Mostraos!
El
castillo tembló, las piedras crujieron y la oscuridad se
acrecentó...
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