martes, 4 de septiembre de 2012

El Castillo (grandilocuente relato gótico) I


Estaba cansado y me detuve a mitad de jornada; quería darle reposo a mi cabalgadura. Tenía aún tres días por delante para recorrer las cinco leguas que me separaban del punto de destino, y ante los negros presagios del día anterior, no quise que me abrazara la noche en los inquietantes páramos que se abrían ante mí. Me dirijí a la posada de Mendo Ruiz, el único lugar habitado hasta mi destino; buen pienso para la yegua y para mí -partiría al alba, caminando parejo con el sol-. Instalé la montura y me apresté al descanso. Antes de subir a los aposentos, me acomodé en una de las mesas del comedor, presto a beber un poco de vino y acompañarlo con algunas viandas. El ambiente era cálido y acogedor; la chimenea permanecía encendida y siete de las ocho mesas que llenaban el local estaban ocupadas. Tras la segunda copa, me uní a la conversación de los lugareños, la cordialidad que imperaba entre ellos contribuyó a ello. Un hombre menudo, con una gran mata desordenada de cabello gris, que crecía errática sobre su braquicéfala cabeza -las arrugas de su rostro, además de conferirle un aspecto de venerable ancianidad, denotaban experiencia-, no cesaba de mover sus vivarachos ojos azules mientras hablaba. Una rústica y poblada barba blanca ocultaba las heridas del tiempo; acompañaba sus palabras con el movimiento acompasado de unas manos de dedos largos y curtidos por la intemperie. Entonaba las palabras con una claridad pasmosa, las dejaba caer, como acariciándolas; y a cada pausa en su narración engullía un sorbo de vino -de una copa que los contertulios se encargaban de mantener siempre llena-, chasqueaba la lengua, cerrando los ojos, aspiraba levemente y continuaba el relato:
Se encontró sola en aquel ruinoso castillo; alejado de toda civilización y enclavado en lo más alto de la colina. Un vigía tenebroso orientado a los cuatro vientos; un pináculo obsceno erigiéndose como mano alzada en pos de los luminosos astros, ensombreciendo, aun en la noche, los prados adyacentes. Antaño morada de disolutos y despóticos aristócratas, en donde los gritos de terror en la noche, los aullidos de ignotas bestias, los lamentos y quejidos, se fundían con las risas soeces y procaces, con los cánticos obscenos y con las más rebuscadas blasfemias. Grandes aposentos, destinados a la lujuria, a la depravación, a la concupiscencia, a la promiscuidad. Donde los poderosos, en su grosería, se entregaban a todos los vicios. Un lúgubre castillo, en una terrorífica noche sin luna ni estrellas -noche oscura y amenazante, cubierta toda ella de nubarrones aún más negros que su espesura-.”
El viejo detuvo su cadencia; y , mientras inclinaba ligeramente su cabeza hacia atrás, cruzó los dedos de ambas manos entre sí, impulsó los brazos hacia adelante y hacia abajo, dejando el dorso de éstas a la altura de su pecho, e inmediatamente las separó y movió desacompasadamente los dedos. Todos permanecimos en silencio, observándolo mientras ingería un buen trago de vino, Posó la copa ya vacía sobre la mesa, nos miro furtivamente y retomó el relato -estuve tentado de interrumpirlo, pues ignoraba el principio, pero desistí al instante y le dejé continuar- :
Sintió el azote de los vientos contra la fortaleza. Un temporal de agua y granizo azotó las almenas, las murallas, amenazando los pilares, silbando entre las piedras; un ulular constante, un sonido continuado, como si los muros gimiesen de dolor ante el flagelo del despiadado céfiro. Y el aire, en torbellino, penetró por todos los intersticios del alcázar. Y con él llegaron también otros sonidos, como evocaciones del pasado. Sonidos olvidados se despertaron de nuevo; gemidos de placer y de goce; súplicas vehementes; clamores de desesperación; suspiros de opresión y de sofoco; lamentos de pesadumbre; rugidos y bramidos mezclados con gritos atormentados... Y el rumor, amalgándose con el vendaval, creció en intensidad, se escuchó claro y nítido; y trajo con el viento conversaciones acaecidas siglos atrás. Y vio, o creyó ver, seres etéreos, grotescos y feroces que la rodearon, seres fantasmagóricos que la maldecían. Y vio sangre en las paredes, como si la propia alcazaba hubiese sido herida de muerte y dejase escapar su vida, desangrándose a través de sus pétreos muros.
-¿Qué queréis de mí, espíritus diabólicos? -gritó, y su voz se perdió entre los sonidos de la noche-. ¿Por qué me atormentáis? -volvió a gritar-. Me habéis citado y aquí estoy, mostraos, pues no os temo.
Repentinamente el viento cesó...”
El viejo interrumpió bruscamente el relato, se quedó petrificado con los ojos fijos en la puerta de entrada al local. Todos miramos. Una sombra lúgubre, apenas perceptible, invadió la sala, una neblina inquietante, acompañada de una ráfaga de viento helado, ensombreció el umbral y se disipó al instante. El viejo parpadeó, pasó la mano diestra por delante de los ojos, como para eliminar la sombra, observó unos segundos la puerta, carraspeó, recorrió la estancia con la vista lentamente y bebió un buen sorbo de vino. La inquietud se apoderó de los presentes, al menos eso me pareció. Yo sentí un ligero estremecimiento, se me erizaron los pelos y una sensación de pesadumbre se abatió sobre mí... y desapareció tan repentinamente como llegó. Miré al viejo; una sonrisa indulgente amparaba su rostro; carraspeó nuevamente, bebió otro sorbo y continuó con el relato:
Repentinamente el viento cesó y un silencio sobrecogedor invadió el castillo. La mujer cerró los ojos, respiró profundamente y lanzó nuevamente su desafío:
- Estoy aquí, espíritus infernales, he acudido a vuestra llamada; he cumplido mi pacto.
Su voz sonó como el graznido de un cuervo, áspera y seca. Esperó la respuesta que no llegó. Entonces ordenó:
- ¡Mostraos!
El castillo tembló, las piedras crujieron y la oscuridad se acrecentó...


No hay comentarios:

Publicar un comentario