viernes, 21 de septiembre de 2012

·Ernesto


Ernesto camina a grandes trancos por el centro de la calzada, ajeno a la lluvia. Lleva un sombrero de ala ancha y subido el cuello de su gabán, un amplio y sombrío abrigo que le llega casi al suelo, le cubre por completo, deja tan sólo al descubierto sus ojos, los bajos de sus pantalones de oscura lana y las negras botas de piel, con las que, al andar, chapotea sobre los adoquines. Deambula como hipnotizado, absorto, con la mirada fija en un punto concreto del horizonte, sin percatarse de lo que acontece a su alrededor.
La calle es lo suficiente ancha como para permitir el paso de un carruaje; con amplias aceras a los lados, formadas de grandes bloques de piedra granítica y separadas por una sucesión de múltiples baldosines, también en piedra. A ambos lados hay edificios; desiguales bloques de ladrillo, piedra y adobe, en su mayoría destinados a viviendas, sobre los que se erigen innumerables chimeneas, de las que se elevan los humos de la combustión de la leña en los hogares y de las primitivas calderas de calefacción. Y desde el aire, además del humo y las chimeneas, áticos y azoteas destacan entre los monótonos tejados de negra pizarra, sobre los que, a modo de estandartes, despuntan algunas veletas, vigías incansables atentas a cualquier cambio en el rumbo de los vientos. Negras farolas de hierro forjado mitigan la oscuridad con su tenue luz de gas.
La niebla lo abraza todo, suele hacerlo habitualmente en esta época, se aposenta en la ciudad, desplazándose a sus anchas, alimentándose de la luz y llenando de humedad las calles, las plazas, los parques, los jardines, incluso las casas, sus viviendas; cubriéndolas con un velo gris, un tupido manto que limita la visión. Y no viene sola; una lluvia constante la acompaña, una lluvia sutil, permanente, que precede a la bruma, la espera y la acompaña, quedándose incluso cuando ésta ya se ha ido; una llovizna que flota en el aire, con minúsculas, casi imperceptibles, gotas de agua que se suspenden brevemente en el espacio, antes de caer, como desafiando la gravedad.
Pero Ernesto sigue caminando, sin resguardarse, ajeno a las vicisitudes del tiempo, como si no tuviese ya necesidad de guarecerse del chaparrón. Su oscuro ropaje se ha vuelto gris; ha adquirido esta tonalidad por las gotas de lluvia que caen sobre él, sin resbalar, adhiriéndose, fundiéndose; gotas de agua aferradas a sus vestiduras, formando parte de su indumentaria. Y Ernesto no siente la humedad, camina tan abstraído, tan ajeno a todo, que ni tan siquiera escucha el sonido de la carroza que se acerca, ni atiende a la voz del cochero que le grita desde el pescante, ni percibe el trotar de los cuatro percherones que arrastran la calesa. Y tampoco se entera cuando es arrollado por las bestias, a pesar de los intentos del cochero por detenerlas.
Los cascos pisan sobre su anatomía, hiriéndolo y lacerándolo, lo arrastran por el suelo mojado, en un crujir de huesos, embarrándolo y desangrándolo. El cochero logra detener el carruaje y calmar a las yeguas, se apea y acude en auxilio del hombre que acaba de atropellar.
Ernesto está postrado en una blanca cama de hierro; y, mientras unas manos expertas le cosen y zurcen la piel, le entablillan sus miembros y le hurgan en las entrañas, evoca las circunstancias que le han llevado a tan calamitoso estado, cuando, despechado, tomó el abrigo y su sombrero y partió, en la noche y sin rumbo fijo, con la intención de no volver jamás.
Los galenos examinan su cuerpo. Varios hombres tocados de blancas batas, mancilladas en rojo, con bisturís, erinas, lancetas, escarpelos, sangraderas y demás instrumentos médicos, rebuscan en los entresijos de su organismo. “Para encontrarme el alma”, piensa él. Pero su alma ya no está en ese cuerpo. Está suspendida en el aire, observando, viéndose recostado en la mesa de operaciones, rodeado de extraños seres que le son ajenos y que, con sus pinzas, hienden y rajan en él... Es consciente de su estado... Y piensa, antes de desaparecer eternamente,: “Lástima, tendría que haberme despedido, al menos de los amigos, ahora ya no podrá ser”.
Su recuerdo perdura aún entre aquellos que le tuvimos por amigo.




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