El
bullicio agitado en la barriada,
augurio
del cercano amanecer,
arrebata
unos sueños de mujer.
El
torrente fugaz de la alborada
dilapida
la luz de las estrellas
y,
silente, trasforma los estores
de
la noche en múltiples colores
que
despiertan de amor a las doncellas.
Desperezadamente
sale el sol
a
calentar los áticos yacientes,
a
revivir los cuerpos complacientes,
que,
como marionetas de guiñol,
se
afanan en el vaho del crepúsculo.
Adquiere
la conciencia sus sentidos,
en
un fragor vibrante de sonidos,
en
donde la ciudad tiene su músculo.
Los
goznes y bisagras se deslizan
al
compás del portón del disparate,
zurcidas
a un bruñido escaparate,
cuando
miles de muertos analizan
el
fogoso danzar de una figura
ataviada
con rombos de arlequín,
ajeno
a la urbe, fiel a su fortín,
que
muda su rutina en aventura.
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