lunes, 4 de febrero de 2013

Tormenta


Trallazos de un Eolo furibundo
restallan con sus lágrimas de espanto;
cristales de granizo y desencanto
que azotan entre ráfagas el mundo.

Sobre el gélido mármol reverbera,
fugaz en su agonía, el pensamiento
del olvido; un tañido de tormento
evoca la añorada primavera.

Recostada en la paja del pesebre,
la memoria del nombre que no nombra
resguarda un fatal ciprés sin sombra,
donde duerme, ya incólume a la fiebre,

el latido del tiempo y de la vida.
Ya no hay dolor ni amor, ni se requiere
que lo haya. Ya el pretérito no hiere;
ya el presente eterniza la guarida

donde yacen los lúgubres rastrojos
del futuro. Quizá quede el amor
-sí, quizá quede- junto a un dolor
perenne de antipáticos despojos.

Es la causa final de nuestros males
la furia antojadiza de los dioses,
con sus dardos, sus égidas, sus poses,
en su envidia feroz a los mortales.

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