restallan
con sus lágrimas de espanto;
cristales
de granizo y desencanto
que
azotan entre ráfagas el mundo.
Sobre
el gélido mármol reverbera,
fugaz
en su agonía, el pensamiento
del olvido; un tañido de tormento
del olvido; un tañido de tormento
evoca
la añorada primavera.
Recostada
en la paja del pesebre,
la
memoria del nombre que no nombra
resguarda
un fatal ciprés sin sombra,
donde
duerme, ya incólume a la fiebre,
el
latido del tiempo y de la vida.
Ya
no hay dolor ni amor, ni se requiere
que
lo haya. Ya el pretérito no hiere;
ya
el presente eterniza la guarida
donde
yacen los lúgubres rastrojos
del
futuro. Quizá quede el amor
-sí, quizá quede- junto a un dolor
-sí, quizá quede- junto a un dolor
perenne
de antipáticos despojos.
Es
la causa final de nuestros males
la
furia antojadiza de los dioses,
con
sus dardos, sus égidas, sus poses,
en
su
envidia feroz a los mortales.
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