sábado, 27 de octubre de 2012

La Náusea


Sin preocuparse de su estado, salió de la habitación. No soportaba su ignominiosa presencia; le producía tanta repugnancia, le daba tanto asco y estaba tan al borde de la náusea, que un solo segundo más allí la volvería loca. Al cerrar la puerta tras sí recibió una bocanada de aire fresco; el frío la purificó, limpiándole las inmundicias que habían quedado adheridas a sus ropas, aunque sin llevarse el nauseabundo olor del que se había impregnado su piel. Sus pulmones se llenaron de oxígeno y ello le permitió respirar. Se encaminó directamente a su casa, y al llegar se despojó de las rasgadas vestiduras y las arrojó al cubo de la basura. Desentendiéndose de sus heridas, se dirigió a la ducha, donde se enjabonó de pies a cabeza, restregándose convulsivamente con la esponja, mientras el agua caliente corría por su cuerpo, fumigándola. Y rememoró entonces lo acontecido en el transcurso de las últimas horas.
Se vio sentada en la terraza, terminando la traducción mientras inhalaba el excelso aroma del humeante café que le habían servido, momento en el que él se acercó a saludarla, ella le conminó a sentarse, y allí siguieron un rato, en amena charla.
- Te ayudaré a terminar el trabajo -dijo él-, el mío ya lo he acabado... Pero he de pasar antes un segundo por mi casa para recogerlo.
- Siéntate un momento, mientras lo busco -dijo él tan pronto como entraron en el apartamento, y desapareció tras la cortina.
No se sentó, permaneció en pie, observando, inquieta, la vivienda. Ésta estaba compuesta por una única y relativamente amplia habitación, que hacía las veces de sala, comedor y estudio. Al fondo, frente a la entrada, había una cortina, ligeramente descorrida, tras ella se vislumbraba una inmensa cama, deshecha, una mesilla y una puerta -imaginó sería la del cuarto de baño-; hacia allí se dirigió su acompañante, aunque en ese momento no lo veía. A su izquierda, un pequeño escalón daba acceso a la cocina y a una mesa con cuatro sillas. A su derecha, un amplio tresillo, directamente orientado hacia el aparato de video-televisor, sobre el que se veían varias cintas que, presumiblemente y por sus carátulas, debían ser de fuerte contenido erótico, y una amplia y baja mesa de mármol con un horroroso juego de jarrones de cristal y varias revistas con mujeres desnudas en sus portadas. Las paredes eran oscuras, de un color rojo vivo muy intenso. Y la iluminación, oculta tras un falso techo de escayola, coloreado en rosa, le daba el aspecto de un club de alterne.
Y en ese instante, él surgió inopinadamente tras la cortina. Venía completamente desnudo, y se abalanzó sobre ella como un poseso, arrojándola al suelo y montándose encima a horcajadas. Quedó tendida sobre su espalda, magullada, con un intenso dolor en el costado y soportando el peso del hombre, que, mientras la abrazaba fuertemente, le esparcía las babas por la cara, en un intento de acceder a sus labios con un beso.
Se resistió pateando, sacudiéndose y golpeándole instintivamente con los puños y con toda su alma. Y sintió entonces como él la abofeteaba varias veces. El dolor acudió a sus mejillas y la sangre que salía de su ceja, corrió a mezclarse con la que manaba de su labio partido. Entonces cedió en su resistencia, perdió las fuerzas y le falló el ánimo; se rindió. Y él, al notarlo, cesó un poco en su presión; enérgicamente le separó las piernas y le rasgó las bragas, abriéndole asimismo la blusa y dejando al descubierto sus pechos tras romper el sujetador. Ella notó su miembro, erecto, que iniciaba desgarrándola la penetración y comenzó a llorar, desesperada. Pero en ese instante lo vio. Vio el jarrón roto, a su lado, que se había caído durante el forcejeo, y comprobó las aristas afiladas del cristal. En cuanto pudo, aprovechando la tenue relajación, asió el trozo de vidrio con su mano derecha y lo dirigió al cuello de su agresor, quien adivinó sus intenciones; pero en su intento por esquivarla tan sólo consiguió que la afilada arista le entrase por un ojo, traspasándolo, taladrándole la visión, hasta clavarse en su cerebro. Echó las manos sobre su rostro herido mientras gritaba, aullando desaforadamente, de dolor, tambaleándose arrodillado en el suelo y lacerado de muerte.
Ella se incorporó como pudo y tras una última mirada a aquel despojo que gemía en un rincón, lisiado para siempre, sintió las arcadas y vomitó. Vomitó y dejó allí su hiel y su bilis; y salió del lugar, humillada, magullada, mancillada, herida, dolorida, sucia y asqueada.
Horas después, sentada ante la juez y al amparo de la psicóloga, con sus hematomas curados, una venda en su mano diestra y varios puntos sobre la ceja y su labio partido, narraba el relato de lo acontecido mientras las lágrimas caían de sus ojos, otrora alegres y ya tristes y sombríos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario