Lo
dejó todo, incluso trabajo y aficiones; olvidó a sus
amigos; se alejó de su tierra, de su patria, de su casa y de su hogar; para partir con ella y permanecer a su lado; no ya como un báculo
que le sirviera de apoyo, sino como parte de ella, para fundirse los
dos en un solo ser. Y
con ella permaneció durante toda la enfermedad; padeció
su deterioro físico; sintió su mismo dolor; lloró
postrado ante ella cuando perdió sus cabellos; y la vio
consumirse, lenta e irremisiblemente, agotando su vitalidad... Tomó sus manos infinidad de
veces, besó sus ojos sin pestañas y su rostro sin
cejas; le hablaba a cada instante, y, ocultando las lágrimas,
reía con ella. Al final de su trayecto,
le inyectó la morfina, mitigando así su dolor, para hacerle llevadera la agonía. Y la vio partir. Estaba con
ella el día en que se fue; y quiso irse con ella -se habría
ido con ella- pero en ese instante su hijo lo miró.
-¿Te
irás tú también, como mamá. Me dejarás
solo?
-Tal
vez, hijo, tal vez un día me vaya -su sonrisa no ocultaba la amargura-, pero ya no voluntariamente,
al menos mientras tú estés aquí.
Y, tras arrojar las cenizas a la mar, padre e hijo volvieron de la mano,
con ella reposando para siempre en la memoria, y sabiendo que, aún
habiendo perdido lo que más amaban, seguían teniéndose
el uno al otro.
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